Son ahora las siete de la tarde en Monterrey. Es viernes, y la fila de coches avanza lentamente por el borde del río Santa Catarina, ese río que cuando no lleva agua lleva demasiada.
Voy con rumbo poniente. Diría que llevo prisa si no es porque nunca llevo prisa: siempre es la prisa quien me lleva a mí. Llevar prisa es llevar prosa, es decir, rendirse a la fuerza de la realidad. Mejor le tomo tiempo al tiempo, que tiene mucho de dónde tomarle.
En eso no voy pensando cuando de pronto el sol de ocaso irisa el cielo. Sus rayos pasan a través de las nubes y forman un abanico cuyo varillaje se extiende de un lado a otro de la tarde. Si fuera yo quien debería ser detendría mi coche, y haría que los demás lo detuvieran también y bajaran a contemplar aquel prodigio.
Pero no soy quien debería ser. Soy nada más quien soy. Sigo, pues, mi camino, como todos. Arriba se desvanece la belleza, pues la belleza -al fin belleza- se desvanece si nadie la ve.
¡Hasta mañana!...