Quizá el lector recuerde que, hace algún tiempo, discutimos en este espacio qué evento podía considerarse como el que inauguró el Siglo XX. Y que llegamos a la conclusión que el siglo en que usted y yo nacimos empezó en 1898, cuando la flota americana hizo pomada a la Armada Española durante la Guerra Hispanoamericana, en las batallas navales de Santiago de Cuba y Manila. Con ello, Estados Unidos se convertía en una potencia mundial, derrotaba por primera vez a un país europeo, hacía del Caribe un lago americano (en donde Fidel sigue nadando de muertito, pero en fin) y proyectaba su poderío hasta el Lejano Oriente. Si el XX fue el Siglo Americano, éste empezó entre las ruinas humeantes de la otrora gloriosa (aunque muy vencible) Armada Española.
Pero, como siempre, hay necios que tienen otra opinión. Y hay una discrepante que, lo que sea de cada quien, resulta muy pertinente y merece que le echemos un vistazo. Según esta otra visión, el Siglo XX empezó cuando Rusia demostró ser un gigante con pies de barro y Japón se convirtió en el primer país asiático moderno en derrotar a uno europeo. Para los pueblos del Asia, esa victoria nipona fue un hálito de esperanza, luego que durante casi todo el siglo XIX muchos de ellos habían sido perreados peor que la maestra Elba Esther. Y Japón inició así su camino hacia la grandeza, que primero tomó un rumbo equivocado (el de la agresión, que terminó en Hiroshima), para continuarlo después por otro lado (el del trabajo, el ahorro, la inventiva y la tecnología), que un siglo después lo mantiene entre los cinco países más ricos del mundo.
Y de acuerdo a esa óptica, mañana se cumplirá un siglo que empezó el Siglo XX. Y es que el cinco de septiembre de 1905 se firmó el Tratado de Portsmouth, que oficialmente ponía punto final a la Guerra Ruso-japonesa y determinaba un status quo que tendría una enorme importancia en la vida de muchos millones de personas en los años posteriores… y hasta la fecha.
Primero lo primero: al empezar (cronológicamente) el Siglo XX, dos potencias se disputaban ser el Mero Chipocludo en el Lejano Oriente: Rusia, que había culminado su larga e impresionante marcha hacia el Pacífico iniciada, ¿quién lo diría?, por Iván IV “El Terrible” en el siglo XVI; y que ahora quería (con pasión de Angelina Jolie) extender sus dominios a puertos cálidos (o sea, que no se helaran en el invierno); la otra potencia era Japón, que se había modernizado a marchas forzadas durante la generación anterior, temiendo que si no lo hacía, iba a ser humillado por los occidentales poseedores de tecnología e inventos de la Revolución Industrial. Así, tuvieron que tragarse su orgullo y la presencia de Tom Cruise haciéndole al samurai; pero en 35 años ya se habían industrializado, creado una moderna flota de guerra y humillado a los chinos; los cuales no daban una y todo el mundo les pasaba por encima, debido a que seguían aferrados a sus anticuadas costumbres y malas mañas, cual madracistas.
El vacío de poder que había dejado una China bocabajeada desde hacía décadas impulsó las ambiciones tanto rusas como japonesas sobre dos zonas importantes: Manchuria, región llena de recursos minerales; y Corea, área densamente poblada y tradicional puente y trampolín entre Japón y China (vean el mapa: hasta esa forma tiene la península). Las hostilidades estallaron en agosto de 1904, cuando los japoneses barrieron a la flota rusa del Pacífico en Puerto Arturo (hoy Dalian) gracias a (ya lo adivinaron) un ataque por sorpresa. Digamos que lo de Pearl Harbour no fue sino la continuación de una linda costumbre nipona. Los japoneses procedieron luego a ocupar Corea y sitiar Puerto Arturo.
Los rusos creyeron que aquella guerra la tenían ganada de antemano: el oso contra el origami. Su soberbia les impidió ver que las enormes distancias estaban en su contra: cada bota, cada bala, cada soldado del Zar, tenían que viajar siete mil kilómetros y atravesar seis husos horarios antes de servir para algo en contra de los japoneses, que estaban peleando como quien dice en la cuadra de enfrente. Además, durante esta guerra se presentó magnificada una de las principales broncas que Rusia primero, y la URSS después, iban a tener que acarrear durante el resto del siglo: la pésima calidad de sus comandantes.
Y es que si uno ve la actuación de la mayoría de los generales rusos en esta guerra y las siguientes, uno podría pensar que el toloache era la bebida de moderación obligatoria en la academia militar de San Petesburgo. Muchas decisiones militares tomadas en esos tiempos sólo pueden ser catalogadas de traición, considerando que (aunque haya aparentes evidencias en contrario entre nuestra clase política) hasta la insensatez tiene sus límites. La cosa empeoraba porque los nombramientos muchas veces se daban en base al apellido y no a la aptitud.
En cambio los japoneses tenían comandantes capaces, tropas bien disciplinadas y una cadena de mando que ya quisiera el gabinete foxista: el que desmintiera al jefe, ya podía irse haciendo el harakiri. Total, que los rusos llevaron la peor parte, y el gigante europeo resultó vapuleado por el pigmeo asiático, que así demostró que ser grandote en territorio, en el nuevo siglo, no iba a valer para maldita la cosa. Y si no, pregúntenle al undécimo país más extenso del mundo, un tal México.
Para aliviar la presión sobre Puerto Arturo, el alto mando ruso tuvo la peregrina idea de enviar su flota del Báltico (cuya base estaba afuerita de San Petesburgo) hasta el Mar de Japón. De nuevo, vean un mapa: esos buques tuvieron que recorrer más de medio mundo para alcanzar su objetivo. Lo hicieron a marchas tan forzadas que no se realizó el mantenimiento debido, y los barcos llegaron frente a las costas de Corea en muy mal estado. Para colmo, se habían tardado tanto en el viaje (lo que no era su culpa, la verdad) que para entonces Puerto Arturo ya se había rendido. ¡El viaje había sido de oquis! De manera tal que la flota rusa puso proa a Vladivostok, el único puerto utilizable en su inmenso litoral del Pacífico. Ya se imaginarán la elevada moral de la marinería rusa. Hagan de cuenta los Pumas tras el quinto gol del Cruz Azul…
La flota japonesa los cazó en el estrecho de Tsushima. Ahí el almirante Togo le partió toda su… cara al ruso Rozhdestvenski, lo que es comprensible: de aquí a que terminaban de hablarle a este último, ya se había acabado la batalla. El mayor combate naval desde Trafalgar, un siglo antes, terminaba con una victoria aplastante de los japoneses. Rusia no tuvo más que tragarse su orgullo y pedir la paz.
La cual fue mediada por el presidente de Estados Unidos, el pintoresco Teddy Roosevelt, quien puso a disposición de los delegados rusos y nipones un hotel muy mono en la ciudad de Portsmouth, New Hampshire. Por sus buenos auspicios, que consistieron básicamente en ponerse guapo con los canapés, Roosevelt ganó el Premio Nobel de la Paz de 1906. Sí, el autor de la política del Gran Garrote fue Premio Nobel de la Paz. Con ello, el parlamento noruego inauguró una innoble tradición, que terminaría por darle la presea a gentuza como Begin, Kissinger y Arafat.
De acuerdo con el Tratado de Portsmouth, Japón se volvía la potencia hegemónica de Corea (lo que le costaría 40 años de sangre, sudor y lágrimas a los coreanos), obtenía la mitad sur de la isla de Sakhalin, se quedaba con la península en donde se halla Puerto Arturo, y para efectos prácticos se convertía en La Mamá de Tarzán en aquella parte del mundo. Rusia se olvidaba de sus grandes sueños en el Lejano Oriente y por ello de poco o nada le sirvió la hazaña de atravesar y colonizar las estepas asiáticas a lo largo de generaciones para alcanzar el Pacífico. Y en gran medida, hasta la fecha ahí siguen.
Japón, por su lado, comprensiblemente se sintió flotando entre nubes: ése es el problema de ganarle a Brasil y empatar con Argentina y Alemania: “El Matalote” Godínez termina creyéndose Pelé. En este caso, Japón generó una ideología ultranacionalista, racista y radical, el Bushido (un nazismo con ojos rasgados), que luego se traduciría en un expansionismo agresivísimo durante los años treinta. Millones de coreanos, chinos, malayos, indonesios y filipinos sufrirían los embates de la Raza Maestra del Asia… hasta que los americanos les hicieron pagar muy caro el atrevimiento de haberlos despertado a bombazos en domingo.
En todo caso, el despertar del Asia, la trayectoria ascendente de Japón y la paulatina decadencia de Rusia (que culminaría con la Revolución Bolchevique primero, y la desintegración de la URSS a fin de siglo) tienen su arranque en estos acontecimientos. Así que, desde ese punto de vista, mañana hace un siglo que empezó el siglo en el que usted y yo, amigo lector, nacimos… a menos que tenga cuatro años y ya haya desarrollado el buen gusto de leer esta columna. ¡Chiquillo precoz y abusado!
Consejo no pedido para hundirse dignamente con el barco: lea “Doctor Zhivago”, de Boris Pasternak, en donde se ve cuántas cosas estaban descompuestas en la Rusia de las primeras décadas del siglo XX. Y vea la película homónima (1965) con Omar Shariff y Julie Christie. Sí, ya sé que el “Tema de Lara” es música de elevador, espera telefónica y hasta para encantadores de serpientes. Pero bájele al volumen y disfrute de ese portento de mujer que era la señora Christie en sus meros moles. Provecho.
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