EL PAÍS
PHUKET, TAILANDIA.- Solitaire tiene los ojos grandes, oscuros, como su madre, y la piel blanca como su padre. Un broche azul le recoge el flequillo. El gesto serio, como si no le gustase que le hiciesen fotos. Viste una camisa rosa, con el cuello blanco. En la segunda fotografía, aparece de pie, sonriente, junto a su padre. Solitaire -que entonces tenía casi cuatro años- desapareció arrastrada por las aguas el 26 de diciembre de 2004, cuando el tsunami que arrasó las costas de Asia provocando alrededor de 230 mil muertos y desaparecidos en 12 países, irrumpió en Khao Lak -una playa paradisíaca del sur de Tailandia-, arrancando de cuajo cientos de bungalows, hoteles y restaurantes, y llevándose varios miles de almas.
Un año después, Solitaire, y como ella más de dos mil 800 personas, siguen desaparecidas en Tailandia, donde murieron otras cinco mil 395, casi la mitad turistas, principalmente escandinavos. Muchas nunca podrán ser encontradas, ya que fueron tragadas por el mar. Más de 900 cadáveres aún no han sido identificados.
“Era una mañana como hoy, de cielo azul, cuando de repente la gente comenzó a gritar ‘Que viene el agua’. No entendíamos lo que pasaba. Estábamos trabajando en el restaurante que habíamos abierto cuatro meses antes, mientras Solitaire jugaba fuera. Salimos corriendo y mi mujer la encontró”, explica con dificultad Sascha Meissmer, alemán, de 36 años, como si no quisiera oírse. “La cogí, pero no pude aguantar, y la fuerza del agua me la arrancó. No recuerdo nada más”, dice con un hilo de voz Patchara, tailandesa, también de 36 años.
Patchara tiene los brazos llenos de cicatrices. Cuando se retiró el mar, no podía caminar, debido a las heridas. Todo era destrucción y caos. “Vi muchos cadáveres de niños, pero ninguno era el de mi hija”, asevera. Dos horas después, se encontró con su marido. Ella fue enviada a un hospital en el que permaneció internada tres días, mientras él se quedó toda la noche en una colina para buscar a la niña. Allí se había refugiado mucha gente, por miedo a que volvieran las olas.
La semana pasada, un amigo les envió una foto tomada los días posteriores al tsunami en el ayuntamiento de Phuket -80 kilómetros al sur de Khao Lak-, donde se instaló el centro de coordinación para la catástrofe. En la imagen, encontrada en una de las páginas de Internet dedicadas a la búsqueda de desaparecidos, figura una pequeña de perfil, con el pelo alborotado, que Sascha y Patchara piensan que puede ser su hija. El matrimonio ha elaborado un tablero en el que se ven juntos los rostros ampliados borrosos de las dos niñas. Solitaire, de frente; la pequeña de la foto de Internet, de lado. “La mitad de la gente dice que son la misma niña, la otra mitad que no”, dice Sascha. “El gobernador de Phuket nos ha prometido que va a averiguar quién es”.
Como la familia Meissmer, decenas de miles de personas en los paises Tailandia, Indonesia, Sri Lanka o India -los países más afectados- han sumado a la pérdida de hijos, padres, parientes o amigos, el dolor de no haber encontrado sus cadáveres.
Muchos fueron enterrados sin identificar en fosas comunes o incinerados en los días que siguieron al desastre. Otros nunca aparecieron, engullidos por el mar, enterrados bajo la arena.