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Más Allá de las Palabras / LA CARTA

Jacobo Zarzar Gidi

Hace veinte años, me visitó varias veces en el sitio donde trabajo, una señora de edad avanzada cuyo nombre no recuerdo. Ella tenía la costumbre de leer todos los domingos mi columna periodística, y cada vez que platicaba conmigo, se soltaba llorando desconsoladamente. Una y otra vez me comentó con lágrimas en los ojos que era madre de tres hijas adultas, casadas, a las cuales quería mucho. Para ayudarlas económicamente, vendió su propia casa, y el dinero que recibió se los entregó por partes iguales a las tres. Como ya no tenía dónde vivir, le pidió a una de ellas que la hospedara en su casa. Allí se alojó, pero desde el principio recibió malos tratos del esposo y una gran indiferencia de la hija. La hicieron sentir que era un estorbo, y entre los dos no tardaron en correrla con su actitud y sus palabras hirientes. Todo ello, a pesar de ser una buena señora que nunca molestó a persona alguna. Rentó una casita, cuya mensualidad pagó puntualmente con la raquítica pensión que le estuvieron entregando desde la fecha en que murió su marido.

La frialdad y el rechazo de sus hijas la hicieron sufrir bastante. Su vida ya no tenía sentido. No les pedía un solo centavo, únicamente ansiaba de ellas un poco de amor. Por eso fue a verme, para que le hiciera el favor de escribir un artículo que ellas leyeran, y de esa manera cambiaran su manera de ser. Yo lo escribí, y lo titulé El Calvario de una Madre. Después de eso, ya nada supe de aquella anciana. Dejó de ir a visitarme y no me pude enterar si ella y las hijas lo habían leído.

Pasó el tiempo, y varios años después recibí una carta que fue enviada desde una ciudad cercana a la frontera. La escribió una de las hijas que yo jamás conocí. Me decía en la misiva que su madre había fallecido y que las tres hijas viajaron a Torreón de diferentes Estados de la República para darle cristiana sepultura. Cuando terminó el entierro, se presentaron en la humilde casita para recoger las cosas que ella pudiera haber dejado. Al abrir los cajones del ropero, cuál no sería su sorpresa al encontrar entre varios papeles revueltos un recorte del periódico El SIGLO DE TORREÓN en el cual aparecía el artículo que tiempo atrás escribí para su anciana madre. Cuando las tres lo leyeron con detenimiento y asombro, se pusieron a llorar al darse cuenta en pocos minutos todo lo que ella las había querido, lo que sufrió al pedirles inútilmente un poco de amor, su rechazo injusto y la solitaria muerte que había tenido. Una desesperación muy grande las invadió, y eso lo relataba la hija en su carta. Me pidió unas palabras de consuelo y unas cuantas líneas que la reconfortaran, porque no podía arrancarse de la mente la terrible culpa que pesaba sobre ella. Yo le contesté de inmediato y le aconsejé que implorara perdón y misericordia a Nuestro Señor Jesucristo, porque a final de cuentas, en determinados momentos de la vida, todos nos podemos equivocar; y también que se perdonara a sí misma, para que liberara de su alma las cadenas que le atan. Pero no sé si recibió mi carta, porque jamás obtuve respuesta.

Honramos a nuestros padres cuando los socorremos con lo necesario para su sustento y una vida digna, sobre todo cuando sus fuerzas van decreciendo por los años que fueron acumulando. Debemos comprender que en la vida, llega un momento en el cual nuestros ancianos ya no tienen el mismo vigor de antes y se ven imposibilitados para trabajar. Debemos entender que muchas veces ellos se angustian por no poder ayudar a todos sus hijos como quisieran. Sufren internamente al descubrir que la vida se les ha escapado de las manos y que no pudieron realizar todas sus ilusiones. Lloran en silencio cuando recuerdan todas y cada una de las cosas malas que en el pasado les acontecieron y que no pudieron remediar.

Cada uno de nosotros ha estado escribiendo minuto a minuto las páginas del libro de su propia vida. En ellas dejamos impresa la manera como nos comportamos con nuestros padres, las veces que los visitamos, los detalles que tuvimos con ellos, el cariño o el desprecio que les ofrecimos, la sinceridad con que los tratamos y lo exigente que fuimos con su persona. Y cuando ya no estuvieron con nosotros por haber partido a la vida eterna, en esas mismas páginas se han estado registrando las lágrimas que vertimos al sentir su ausencia, las oraciones que pronunciamos por su alma y los recuerdos amables e irrepetibles que pasamos junto a ellos.

Sin lugar a dudas, los grandes remordimientos provienen cuando ya no están con nosotros y en vida no los tratamos bien; cuando les contestamos en forma grosera y no les tuvimos paciencia; cuando nos pidieron un favor, y no se los concedimos; cuando nos peleamos con ellos y no quisimos escuchar sus consejos.

A final de cuentas, lo más importante es ayudarlos a que salven su alma. No podemos descansar hasta lograr ese propósito con un intenso apostolado lleno de aprecio y respeto cuando ellos se encuentran lejos del Señor.

Dios paga con la felicidad en esta vida a quien cumple con amor los deberes para con sus padres. Se trata de una de las más gratas obligaciones que el Señor nos ha dejado, porque quien tiene a sus padres a su lado, tiene un inmenso tesoro.

La semana pasada conocí la historia de un hijo excepcional, cuyo padre se encuentra completamente ciego, y cada vez que lo invita para que lo acompañe en un viaje, le explica con paciencia y amor todo lo que está observando para que disfrute cada instante y no se pierda un solo detalle de la travesía. Sus palabras describen lo mismo una tarde lluviosa de invierno, como también el perfil de las montañas que aparece en lontananza. Las hojas doradas y secas de los árboles que reposan en el suelo y el vuelo de un ave que no sabemos a dónde va. Con palabras sencillas que llegan a su mente, dibuja el rojo intenso de un atardecer, los siete colores de un arco iris, y el paso presuroso de una estrella fugaz que atraviesa el firmamento. Hijos como éste, son ricos en buenas obras, benditos de Dios y herederos de la Promesa Divina.

zarzar@prodigy.net.mx

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