Cuando un escriba, lleno de buena voluntad, quiere saber cuál de los preceptos de la ley es el esencial, el más importante, Jesús ratifica lo que ya había expresado con claridad la Antigua Ley: ?Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo?. Me referiré en este artículo a ese segundo mandamiento mencionado por Nuestro Señor Jesucristo, que parece letra muerta en un mundo cada vez más conflictivo y menos lleno de amor para con nuestros semejantes.
Nos relata la historia que San Juan Gualberto iba un día por un camino rodeado de varios militares amigos suyos, y de pronto se encontró en un callejón con el asesino de su hermano. El enemigo no tenía para dónde huir, y Juan dispuso matarlo allí mismo. Al verse acorralado, el asesino se arrodilló, puso sus brazos en cruz y le dijo: ?Juan, hoy es Viernes Santo, por Cristo que murió por nosotros en la cruz, perdóname la vida?. Al ver Gualberto aquellos brazos en cruz, se acordó de Cristo crucificado, se bajó del caballo, abrazó a su enemigo y le dijo: ?por amor a Cristo, te perdono?.
Siguió su camino, y al llegar a la iglesia más cercana se arrodilló ante la imagen de Cristo Crucificado y le pareció que Jesús inclinaba la cabeza y le decía: ?Gracias Juan?. Desde aquel día su vida cambió por completo: en premio de su buena acción, Jesús le concedió la vocación de religioso. El joven guerrero dejó sus uniformes militares y sus armas y se fue al convento de los monjes benedictinos de su ciudad a pedir que lo admitieran.
Juan había nacido en Florencia (Italia), de familia muy rica y su único hermano había sido asesinado. Era heredero de una gran fortuna, y su padre deseaba que ocupara altos puestos en el gobierno. Por eso se opuso totalmente cuando supo que el hijo se quería hacer religioso. Se fue furioso al convento y exigió al superior que le devolvieran a su hijo inmediatamente. El Superior no sabía qué determinación tomar, pero el joven se cortó su larga cabellera, se puso el sencillo hábito de monje, se dedicó a leer un libro sagrado y le dijo al sacerdote: ?dígale a mi padre, que pase y hablamos?. Cuando el papá vio al antiguo guerrero convertido en sencillo y piadoso monje, se echó a llorar, y dándole su bendición se retiró. Con el paso de los años Juan Gualberto fundó varios conventos que cumplían con todo lo que San Benito había recomendado a sus monjes. Finalmente murió el 12 de julio del año 1073, dejando monasterios llenos de monjes que trataban de imitarlo en sus virtudes para llegar a la santidad.
Volviendo a ese segundo precepto mencionado por Nuestro Señor Jesucristo, recuerdo que en repetidas ocasiones me he preguntado ¿Por qué para Dios es tan importante que nos amemos los unos a los otros? ¿Lo hará tal vez para que no lo estemos perturbando, o tal vez para que no lo molestemos con esa forma de ser contraria a lo que Él desea y que nos hace distanciarnos de nuestros hermanos? La verdad es que el único motivo que lo mueve es que somos sus hijos y Él nos ama cual verdadero Padre. Ese comportamiento es similar al que tiene aquí en la Tierra un buen padre de familia para con aquéllos que ha engendrado. Y nosotros deberíamos sentirnos muy orgullosos de esa filiación divina, porque no somos hijos de un príncipe, ni de un rey que gobierna aquí en la Tierra, somos mucho más que eso, somos hijos de Dios. No es nuestra filiación un simple título, sino una elevación real, una transformación efectiva de nuestro ser más íntimo que nos convierte en herederos por gracia de Dios.
Ante esa realidad, nos entristece darnos cuenta que algunas personas se privan de la vida porque se imaginan que a nadie le interesan, y porque piensan que sus problemas no tienen solución. Lo cierto es que todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada, interesa a nuestro Padre Celestial.
La alegría profunda de sabernos hijos de Dios, que no se apoya en los propios méritos, ni en la salud o en el éxito, ni consiste tampoco en la ausencia de dificultades, sino que nace de la unión con Dios; se fundamenta en la consideración de que Él nos quiere, nos acoge y perdona siempre... y nos tiene preparado una morada junto a Él, por toda la eternidad. Al mismo tiempo que tenemos a un Padre que es todo amor para con nosotros, murmuramos contra nuestros seres queridos, envidiamos sus conquistas, defraudamos al amigo, abandonamos en la calle a los hijos al nacer, con palabras hirientes y actitudes necias destruimos cada día una parte de nuestro matrimonio, olvidamos ingratamente a los que nos antecedieron, abortamos al indefenso, secuestramos y asesinamos para robar, amenazamos a otros pueblos y les declaramos la guerra para quedarnos con sus riquezas naturales, nos volvemos fríos e insensibles ante el dolor ajeno, y tratamos de ser los primeros en enterarnos de las grandes tragedias que acontecen todos los días para comentarlas como primicias ?con gusto y entusiasmo? a los amigos del café. ¿En donde quedó la amistad sincera, la fidelidad, la nobleza de nuestros actos, la discreción al escuchar un secreto, el apoyo incondicional al que sufre, la sonrisa para levantar al deprimido, la preocupación por el que se ha quedado rezagado y el llanto para acompañar al que padece un gran dolor? ¿En dónde quedaron todos esos valores?
El poeta mexicano Nezahualcóyotl nos da un ejemplo de su amor al prójimo en ese hermoso escrito que nos ha legado y que aparece con letra muy pequeña en los billetes de cien pesos: ?Amo el canto del cenzontle pájaro de cuatrocientas voces; amo el color del jade y el enervante perfume de las flores, pero amo más a mi hermano el hombre?.
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