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Más Allá de las Palabras / PADRE JESÚS ALEJANDRO TERRONES GARCÍA

Jacobo Zarzar Gidi

(Un testimonio de vida)

En la parroquia de La Sagrada Familia de la colonia Las Rosas, de Gómez Palacio, Dgo. se encuentra -sirviendo a la comunidad, el padre Jesús Alejandro Terrones García, que se ordenó de sacerdote el 20 de septiembre de 1980. El 29 de mayo de 1969, cuando aún era seminarista, participó en un día de campo junto con varios de sus compañeros del 5º. año de latín. El Seminario contrató dos autobuses que les sirvieron de transporte y se dirigieron a las seis de la mañana con dirección al ojo de agua llamado Agua Caliente del Mezquital en San Francisco del Mezquital, Dgo. a tan sólo 84 kilómetros de la ciudad capital. En aquel entonces, apenas se estaba construyendo la carretera que conduce a ese lugar. Al terminar la terracería, el autobús que iba primero dio un brinco y sus llantas delanteras se hundieron en un pozo, lo que ocasionó que el chasis en su parte baja, rozara con las piedras del camino y se provocaran chispas que lo incendiaron de inmediato con el gas que llevaba como combustible en lugar de gasolina.

En pocos segundos todo el camión era una bola de fuego. Los asientos cayeron como catapultas encendidas sobre los seminaristas cuando la carrocería se inclinó hacia un lado. El padre Terrones recuerda que todavía se encontraba adentro del autobús sin poder moverse, cuando sintió un fuerte golpe en la espalda que lo hizo caer en uno de los asientos envueltos en llamas. Eso le permitió reaccionar para buscar la única puerta que lo conduciría lejos del infierno. No sabe si su ángel guardián fue el sacerdote Gonzalo Luévanos que cuidaba a todo el grupo, pero siempre estará agradecido con ese brazo salvador que lo empujó al exterior.

Tres compañeros seminaristas quedaron en el interior del autobús completamente calcinados: Jesús Guerrero y Manuel Gurrola (de la ciudad de Durango) y Juan Diego Rodríguez, de Rodeo. Posteriormente fallecieron: Hugo Gómez y Gómez, (que pudo salir del camión, pero no resistió las quemaduras), y cuarenta y ocho horas más tarde, el sacerdote González Luévanos (que estaba quemado de pies a cabeza). Días después murieron Hugo Luján (de Cuencamé) y Filiberto Quiñones (de San Juan del Río, Dgo). Cerca de este pueblo se encuentra La Coyotada donde nació y vivió Doroteo Arango, que todos conocemos como Pancho Villa.

A los que sobrevivieron, se los llevaron a toda prisa a la Cruz Roja, y posteriormente al Hospital Civil de Durango. El entonces seminarista Alejandro Terrones presentaba dañado el 78 por ciento de su cuerpo, con quemaduras de segundo y tercer grado en brazos, uñas, falanges, orejas, piernas, y espalda, así como también calcinación en los huesos. El Arzobispo Antonio López Aviña los envió urgentemente a la Ciudad de México en aviones particulares que varios hombres de negocios pusieron a su disposición. Estando allá, a los dos días falleció otro de los seminaristas llamado Jesús Rangel, oriundo de Ciudad Lerdo. Fue un dolor inmenso, difícil de describir, que sintieron todos los familiares, y en especial el Sr. Arzobispo, que no podía creer lo que estaba sucediendo. Todavía hoy es fecha, en que las personas que lo vivieron y sus parientes, prefieren no hablar del suceso.

Los seminaristas sobrevivientes estuvieron ocho largos meses en un ambiente húmedo en el área de quemados del Hospital Rubén Leñeros, bajo las atenciones de los doctores Jorge Román Calderón, Reséndiz, y Arturo García Cruz. Los aceptaron gracias a las gestiones que en aquel entonces hiciera el Dr. López Faudoa, (originario de Cd. Lerdo, Dgo.) Habían "tragado" lumbre y como consecuencia tuvieron severos problemas con el riñón. Hasta esos momentos se fueron enterando del fallecimiento de sus compañeros, porque habían permanecido completamente aislados de las visitas familiares. Cuando la sintieron más difícil, se cuestionaron una y otra vez: ¿qué sentido tenía la vida para ellos? Tal vez lo que ayudó a nuestro sacerdote Jesús Alejandro, y le dio fortaleza, fue el tener presente que su familia había sido de raíces muy cristianas. Cuando era niño, frecuentemente dieron hospedaje en su casa -que se encuentra en Río Grande, Zacatecas-, a obispos y sacerdotes; y en ese mismo lugar se celebró en repetidas ocasiones la Santa Misa en forma secreta, en tiempos de la terrible persecución religiosa. Esa primera etapa fue exclusivamente para intentar salvarles la vida; su permanencia en ese lugar fue una experiencia terrible, porque los enfermos estaban en un grito constante, aspirando olores nauseabundos, y siempre temiendo lo peor. Al final dejaron una placa en la sala de quemados número dos, agradeciendo las atenciones por demás generosas de médicos y enfermeras.

De ese lugar los trasladaron a la clínica Londres de la colonia Roma, y allí permanecieron durante dos años más para ser atendidos con cirugía reconstructiva. Esto se pagó con recursos de un patronato que el mismo Arzobispo de Durango integró.

Cierto día, le avisaron al padre Terrones que necesitaban amputarle el brazo izquierdo, pero finalmente se lo salvaron; después le dijeron que le iban a cortar la mano, pero no lo hicieron, y en su lugar colocaron varios clavos en sus dedos. Las uñas de la mano derecha se le petrificaron porque se le quemaron las raíces y ya no le volvieron a salir, pero los médicos aconsejaron no quitar la parte endurecida de las uñas que le había quedado para que le sirviera de punto de apoyo cuando tomara algo entre sus manos. (Gracias a ello, ahora sostiene con firmeza el Copón, e imparte con devoción y seguridad la Sagrada Eucaristía). El padre recuerda que lo más doloroso fue la "debridación" que consiste en sacar la piel mala y dejar la buena. Lo curaron con jabón quirúrgico que arde bastante. Con un bisturí cortaron toda la piel muerta que estaba acartonada y seca y retiraron el cascarón que formaba el brazo quemado. Cuando comenzó a salir la nueva piel, sintió un ardor terrible porque no se podía rascar, y un olor desagradable invadió la sala de quemados. Durante meses permanecieron inmovilizados con los brazos horizontales y rígidos. Cuando los bañaban, el baño consistía en limpiar las heridas con agua al tiempo. Su dolor y sus gritos se los ofrecieron a Dios, porque no tenían una sola cosa más para entregarle.

Los heridos descubrieron en esos momentos la verdadera vocación de los médicos que les atendieron, "porque supieron valorar el esfuerzo y la respuesta del paciente". Todos ellos aprendieron a aceptar la voluntad de Dios, porque conforme fueron pasando los días, reconocieron estar en sus manos.

Y finalmente regresaron a Durango. Eran seis los sobrevivientes, de los cuales únicamente se ordenaron dos: Rogelio Tovar y Alejandro Terrones.

El protagonista de nuestra historia le da gracias a Dios todos los días del año cuando se levanta; y cada vez que va a la Ciudad de México agradece a los médicos que salvaron su vida cuidándolo con especial cariño y abundante caridad cristiana. Uno de los doctores que en aquel entonces los atendió, escribió un libro de sus experiencias médicas que dedicó al padre Terrones con estas hermosas palabras: "Dedico este libro al padre Alejandro Terrones, que vivió con valentía el proceso de quemados". Su fidelidad por sobre todas las cosas está en Cristo, en su Iglesia y en el Obispo. Desde que fue ungido, hace 25 años, hasta estos momentos, ha tratado de vivir en forma sencilla, tal como Dios se lo manda. Su amor al Patrón se manifiesta por el trato diario que tiene con las personas. Considera que el celibato es un valor esencial en la vida del sacerdote que repercute en su vida pastoral. Cuando le pregunté si le temía a la muerte, me contestó con toda franqueza que sí, -pero no por falta de fe, sino porque le gustaría continuar sirviendo con entusiasmo a su querida comunidad. El Dios de la Vida lo ha bendecido una vez más al conservar a su madre doña Francisca García de Terrones que actualmente cuenta con 97 años de edad. Cada vez que el Padre se iba a regresar al Seminario para continuar sus estudios, ella le cantaba aquella hermosa canción titulada: No te Vayas, que refleja todo el amor tierno e irrepetible que solamente una madre puede conservar en su corazón para entregárselo a su hijo.

Después de conocer en detalle este caso por demás dramático, he comprobado una vez más que el Señor no interviene en la vida y en la muerte de las personas. Todos estamos de acuerdo en que esos seminaristas fallecidos le hubieran servido bastante a Dios para incrementar Su Gloria, trabajando en Su Viña. La verdad es que igual se pueden morir de forma natural o en accidentes: sacerdotes, religiosas, misioneros u obispos, que cualquiera de nosotros. Todos estamos en riesgo, no conocemos la hora, y por lo tanto podemos ser llamados en el instante que menos esperamos, lo importante es estar preparados...

zarzar@prodigy.net.mx

jacobozarzar@yahoo.com

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