Una gran cantidad de matrimonios, unidos por la Iglesia Católica desde hace muchos años, están enfrentando en la actualidad un problema que jamás se imaginaron les pudiera suceder. Estas parejas, que lucharon para mantenerse unidas, aceptando la indisolubilidad del sacramento por encima de cualquier circunstancia humana, que educaron a sus descendientes con grandes valores morales, que les dieron los mejores ejemplos y los encauzaron para que siguieran el camino correcto, se enfrentan ahora a la terrible realidad: sus hijos se están divorciando. Y no sólo eso, sino que después de pasar por la terrible experiencia de un juicio de divorcio, han buscado y encontrado una nueva pareja.
Aquellos padres de familia que mencioné, ahora le hacen frente a una terrible disyuntiva: no saben si deben de recibir en casa a sus propios hijos e hijas que llegan de visita acompañados por una persona que reemplaza al esposo o a la esposa que tuvieron. Esta complicada realidad que tanto criticamos en la sociedad norteamericana del siglo pasado, ahora ya la tenemos entre nosotros.
¿Es correcto negar la entrada a la casa paterna a los hijos que les fue mal en el matrimonio y que ahora desean visitar a sus padres y lo hacen acompañados de la persona con la que actualmente viven, y muchas veces con los hijos que tuvo ésta en su anterior relación? No podemos olvidar a tantos padres de familia que al ser tan estrictos, corrieron del hogar a sus hijas por haber salido embarazadas antes de contraer matrimonio. No podemos olvidar a los padres exageradamente enérgicos, que la esposa y los hijos temían, y cuya palabra era ley, la cual se obedecía por encima de todo y de todos. Son tantas las cosas que no podemos ni debemos olvidar, que por eso ahora yo me pregunto ¿es correcto?
Para intentar encontrar una respuesta, sería bueno cuestionarnos: ¿qué haría Jesucristo en casos parecidos? El Señor ?durante su vida pública- convivió con toda clase de personas sin tomar en cuenta lo que habían hecho o la forma como se habían comportado. Perdonó a María Magdalena; habló con fariseos hipócritas; comió con pecadores; perdonó a Simón Pedro que lo negó tres veces; se acercó a los enfermos del cuerpo y del alma y los tocó para sanarlos; y nos habló del Hijo Pródigo, donde se refleja el mismo Dios que corre hacia nosotros para inundar nuestra alma con su bendita misericordia.
Tomando en cuenta estos antecedentes que aparecen en el Nuevo Testamento, un buen padre de familia no puede rechazar a sus hijos cuando les ha ido mal en el matrimonio. No se trata de perdonarlos, porque tal vez ellos no sean culpables. No porque sus padres los reciban en casa, están aceptando una situación irregular que casi siempre es prácticamente irreversible. La vida nos enseña que en un principio tal vez soñamos con muchas cosas positivas de nuestros hijos y para nuestros hijos, pero la realidad siempre puede ser distinta. Algunas veces estamos convencidos de que determinada idea que tenemos es correcta, pero más adelante nos vemos en la necesidad de aceptar que las cosas no son como las pensamos en un principio.
La intolerancia crea una nueva sociedad de personas que pueden caer en la soberbia si persisten en ella. Personas que más adelante pueden llegar a arrepentirse cuando se queden solos y se den cuenta que con su actitud el problema se hizo mayor. Sabemos que en la actualidad están dadas las condiciones para que un gran número de jóvenes fracasen en su matrimonio. Sabemos también que la salud moral de los pueblos está ligada al buen estado del matrimonio. Cuando éste se corrompe, bien podemos afirmar que la sociedad está enferma, quizá gravemente enferma. Pero, a pesar de todo, no podemos dejar solos a nuestros hijos cuando les ha ido mal en su matrimonio, porque un día -tiempo atrás- el Señor nos los dio para que los amáramos y los cuidáramos, no para que los perdiéramos de vista y mucho menos para que les cerrásemos el corazón... y por lo tanto más adelante habremos de rendir cuentas precisas de nuestro comportamiento.
La verdad es que cuando las cosas no andan bien con nuestros hijos, y su matrimonio se ha destruido por el motivo que sea, debemos tener misericordia hacia ellos, y pedir una misericordia similar a Dios para nosotros, porque en esos momentos estamos abriendo juntos las puertas del mismo calvario.
A pesar de todo, no debemos ver la separación y el divorcio como algo normal en nuestra sociedad, porque no lo es. El Sacramento del matrimonio es como una mesa de cuatro patas. Si queremos que funcione correctamente, debemos mantener cada una de ellas al mismo nivel, de lo contrario la mesa se inclinará y puede llegar a caer. Esas patas tienen un nombre, se llaman: amor, respeto, comunicación y proyectos compartidos.
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