Joaquín Guzmán Loera, apodado “El Chapo”, ha conocido el haz y el envés de las prisiones federales consideradas, cada vez más risiblemente, de máxima seguridad. Aprovechó que no lo sean en realidad, y en enero de 2001 se marchó de una de ellas, la de Puente Grande cerca de Guadalajara, donde vivía cómodamente desde que se le trasladó desde La Palma. En este penal, sin embargo, en pocos meses gente suya, su propio hermano incluido, fue eliminada: el tres de mayo pasado Alberto Soberanes fue estrangulado en un sanitario, después de una fuerte golpiza, no registrada por las cámaras del circuito interno de vigilancia, presumiblemente encendidas en todo momento. El nueve de octubre siguiente Miguel Ángel Beltrán Lugo, llamado “El Ceja Güera”, fue ultimado a balazos en el comedor del reclusorio. Lucio Juan Govea lo mató con dos disparos en el tórax y tres en la cabeza. Y el 31 de diciembre, asimismo en un lugar abierto, en presencia de muchas personas fue asesinado Arturo Guzmán Loera, conocido como “El Pollo”, hermano de “El Chapo”.
Esos crímenes son parte de un prolongado y cruentísimo ajuste de cuentas entre bandas de narcotraficantes. Si no ha podido evitarse que las querellas delincuenciales se diriman a tiros en las calles de ciudades fronterizas o de Sinaloa, se esperaría que la batalla no se extendiera hasta las cárceles donde residen los jefes de los clanes, o sus allegados. Pero el poder del narcotráfico, su diabólico dilema de plata o plomo ha convertido a esos penales, a La Palma por lo menos, en territorio de esa disputa.
No es sólo que la venalidad de empleados menores haya permitido el uso de las armas de fuego empleadas para matar a “El Ceja Güera y a “El Pollo”. El problema es mayor trascendencia y gravedad. Consiste al parecer en que la autoridad ha perdido el control de ese establecimiento, donde en cambio impera la voluntad de algunos capitanes de banda. Algunos de ellos, como Osiel Cárdenas, muestran su autonomía de modo insolente y desafiante y hasta la disfrazan de legítima demanda de respeto a sus derechos humanos. En los penales a la antigua la autoridad se había resignado a dejar el gobierno interior en manos de los reclusos, convertidos los más audaces de ellos en “presidentes” de crujías. Pero si era terrible que asesinos desalmados rigieran las penitenciarías, basados en su fuerza física y su carencia de escrúpulos, lo es en mucho mayor medida que el control carcelario sea ejercido hoy por funcionarios peleles (los que cometen la alta traición deplorada más que denunciada por el doctor Carlos Tornero) manejados por los amos de la delincuencia organizada.
Una muestra de los alcances de tal control se halla en la presencia del ejecutor de “El Pollo” en La Palma. José Ramírez Villanueva no es un reo de delitos federales. Desde 1997 se encontraba recluido en una penitenciaría estatal, La Mesa, en Tijuana, por homicidio calificado. Conforme a un resultado que cotidianamente muestra el fracaso del régimen penitenciario, en vez de readaptarse (propósito de la doctrina carcelaria vigente, explícita hasta en la denominación de los penales) Ramírez Villanueva se relacionó con presos vinculados con el narcotráfico, y sus capacidades letales fueron puestas en valor. Acaso por ello se le destinó al cumplimiento de una misión, quizá la consumada el viernes pasado. Fue seleccionado, por su alta peligrosidad, para mudar de domicilio. Mediante convenio entre el Estado de Baja California y el Gobierno Federal, un grupo de 44 reos viajó de Tijuana a La Palma, en agosto de 2002, cuando ya este último centro formaba parte de la Secretaría de Seguridad Pública.
Durante larguísimo tiempo la de Gobernación contó entre sus competencias el diseño de la política penitenciaria y la ejecución de las penas por delitos federales. En mayo de 1991 comenzó a funcionar en Almoloya de Juárez el primer penal de alta seguridad, cuyos iniciales reclusos tenían una característica común: “habían causado un caos en las prisiones de donde provenían”. La expresión era de Juan Pablo de Tavira, primer director del establecimiento, a cuya concepción y trazo había contribuido. Después de una carrera de 15 años en el ámbito penitenciario (primero en las tareas que permitieron sustituir a Lecumberri por los reclusorios locales del DF y luego como director de Santa Marta Acatitla), De Tavira cumplió hasta fines del sexenio salinista la estremecedora función de aplicar la rigurosa disciplina que es necesaria para evitar que la alta peligrosidad de los reos se convierta en acto.
Pagó un altísimo costo por esa labor. Duró menos de un mes al frente de la Policía Judicial Federal, cargo a que llegó en diciembre de 1994. En las vísperas de la Navidad de entonces fue probablemente objeto de un atentado que no le arrebató la vida pero le causó con gas un envenenamiento cuyas secuelas lo atosigaron hasta el día de su muerte, consumación tardía de la tentativa fallida. Como se dice en el argot del hampa, “fue puesto” para que lo asesinara un matarife que cuatro años después (el homicidio ocurrió el 21 de noviembre de 2000) goza de máxima impunidad. De Tavira fue llevado hasta una instalación universitaria en Pachuca y mientras departía con una colaboradora lo mató un sicario que entró y salió del Ceuni como si lo hiciera en su casa.
La ineficacia o complicidad que permiten dejar sin castigo crímenes ordenados por la delincuencia organizada es una de las causas de su proliferación. Se garantiza a los matones máxima impunidad.