Sabemos que la televisión constituye, hoy en día, el factor de difusión cultural más potente y esta realidad conlleva aspectos positivos y negativos. Los aspectos positivos son muy conocidos: puede contribuir a aumentar el nivel de información y formación del público y por otro lado, es una posibilidad concreta de descanso y distracción. En esos mismos aspectos positivos ya se vislumbran, sin embargo, los negativos. El primero y más importante es la masificación que se consigue a través de la pequeña pantalla.
La repetición de unos contenidos informativos o recreativos para una audiencia de millones de personas crea una uniformidad mental que, en ocasiones, puede impedir que surjan verdaderas personalidades diversas, creadoras. La existencia de formas masivas de informar y divertir hace pensar a millones de personas que ésa es toda la realidad y no tiene sentido buscar algo distinto. Como nos dirá irónicamente el señor Woody Allen: “Todo lo que no salga en televisión no existe”.
Con frecuencia, leemos en periódicos y revistas especializadas críticas y orientaciones que los expertos en pedagogía hacen sobre el efecto negativo de la televisión sobre el comportamiento de niños y adolescentes.
Se habla de exceso de escenas de sexo, violencia, horas perdidas, falta de rendimiento escolar y un sinfín de cosas más. Es decir, la sociedad que ha permitido que la televisión llegara a ser vulgar, mediocre y dañina intenta proteger a sus hombres del futuro de sus efectos nocivos y curiosamente, lo que se suele aconsejar es evitar su uso en lugar de mejorarla. Pero yo me pregunto ¿quién protege al adulto? La preocupación parece estar centrada exclusivamente en los niños. No voy a hablar de si las escenas repetitivas de sexo, de violencia, de ficción mantenida de la realidad son o no beneficiosas. Siempre se oye la misma falsa retahíla “yo ya soy adulto y estoy preparado para esto”, como si uno estuviera preparado por el mero hecho de ser adulto para recibir cuando va por la calle un cubo de excrementos por la cabeza o para comer según qué tipo de alimentos en malas condiciones. Al menos en la Edad Media, cuando no existían ni letrinas ni redes sanitarias y se arrojaban a la calle los residuos sanitarios, tenían el mínimo decoro de avisar con el grito de “agua va”, y los transeúntes se protegían de lo que se les venía encima lo más rápido que podían.
La televisión no avisa y la protección resulta más complicada. La intoxicación mental es peor que la del cuerpo. Al margen de si su contenido erótico o violento puede dañar la moral de la persona, resulta entristecedor ver cómo el imperio de la mediocridad va “increscendo” en los programas, invadiendo nuestros hogares y si lo permitimos, nuestros intelectos.
Lo importante es el enfrentamiento y por ello, cuanto más estrambóticos y dispares sean los contertulios mejor. En ocasiones veo alguno de estos programas para poder tener opinión y no puedo menos que compararlos con las arenas de los circos romanos, en los cuales se intentaba enfrentar a las fieras más dispares para poder aumentar el morbo del combate y hacer disfrutar más a los espectadores. Todo se vale y cuanto más estrambóticos sean los gladiadores-contertulios, mejor; presbíteros fuera de contexto, cómicos lisiados, enanos con mediocridad intelectual que se prestan a que su figura haga las veces del intelecto. Temas repetitivos de una a otra cadena sin ninguna originalidad. ¿Y los concursos? ¿Qué quieren que les diga de los concursos? Hombres hechos y derechos, al menos físicamente, prestándose a ridículas pruebas, propias de la edad infantil y adolescente, para ganar unas cantidades de dinero realmente insultantes para la mente y el bolsillo de los más necesitados.
Series inacabables, con guiones para prepúberes y adolescentes fuera de todo contexto de la realidad de la vida. Programas sensibleros en los cuales se intenta sumergir lo más profundo del ser humano, el amor, en un bote, mezclado con leche condensada y abrirlo sin ningún pudor por parte de los protagonistas delante de millones de espectadores. Para los aficionados al deporte de fisgonear las vidas ajenas, programas con toda clase de detalles sobre los famosos, para poder tener tema de conversación durante la semana. Y para los amantes del humor sin originalidad, también se han guardado algunos amplios espacios, con sucedáneos de humoristas, que tienen que recurrir al tópico del disfraz femenino y ridiculización del personaje, para intentar arrancar alguna burda carcajada. Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender.
El deporte es el lujo específico del intelecto. Por eso, los antiguos griegos dieron a Minerva el símbolo de la lechuza; el pájaro con los ojos siempre deslumbrados. Sorprendernos, extrañarnos ante tanta mediocridad, para entender que debemos protegernos y proteger a nuestros más allegados de estos programas. Todo el mundo tiene capacidad intelectual, si bien diferente en grado y libertad para emplearla en la dirección que desee y nada tendrá que ver con una mayor o menor preparación cultural, nivel social o aspecto físico.
Todos conocemos personas con pocos estudios pero intelecto despierto -que buscan buenos alimentos intelectuales y grandes masas de población “muy preparada”- que ingiere -proporciones ingentes de basura cultural y lo que es peor la paladean y lanzan de su degustación-. Se advierte un progresivo triunfo de los seudointelectuales, incualificados, incalificables y descalificados por su propia contextura. La masa de los indocumentados se cree que tiene derecho a imponer y dar vigor a sus “tópicos de café”.
Claro, todo ello en aras de la libertad y modernidad. Lo chabacano, pornográfico, mediocre -sabiéndose vulgar- tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone donde quiera que vaya, arrasando lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Independientemente de la posición social, económica, cultural, cada persona puede elegir colocarse en la posición que desee. Es curioso contemplar un nuevo espécimen que ha tenido su aparición en los medios de comunicación. Individuos que, porque dominan una parcela del saber o destacan en alguna área de actividad, hablan con petulancia y autoridad de todo lo que desconocen. Muchos de esos contertulios están dando su opinión sensitiva, pero no han empleado ni cinco minutos de su tiempo en pensar lo que están diciendo. Las ideas más peregrinas se presentan taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en el Universo.
Todo pensamiento anterior, horas de estudio, reflexión de filósofos o teólogos no tienen valor. Lo mismo corre la gacela que la tortuga. El metro es igual al kilómetro. Se instalan tan a gusto y definitivamente con unas ideas recibidas, sin cuestionarse la verdad de las mismas, porque les van bien para el tipo de vida que llevan; disfrutan así de su hermetismo intelectual. No viven siguiendo al pensamiento sino que adaptan lo que opinan a sus vidas. Sus ideas no son más que apetitos con palabras. Realmente el libro de Don José Ortega Gasset “La rebelión de las masas” escrito en 1930 resulta casi profético...
El imperio de mediocridad intelectual de los medios televisivos y la influencia que ejercen sobre la vida pública es acaso el factor menos asimilable a nada de tiempos pretéritos. Se ha dicho, por parte de los marxistas, que la religión era el opio de pueblo y factor de alienación, ¿qué opinarán de la idiotización actual, ahora que el hombre del siglo XX ha conseguido liberarse de los “tópicos religiosos” que le impedían dar de sí intelectualmente todo lo que era capaz, los padres de la modernidad y liberalismo? La escasez de manifestación cultural en los medios televisivos mexicanos, esto es, del cultivo o ejercicio disciplinado del intelecto se manifiesta, no en que se sepa más o menos, sino en la habitual falta de cautela y cuidados para ajustarse a la verdad que suelen mostrar los que nos hablan. No se trata, pues, de que se acierte o no, la verdad no está en nuestra mano siempre, sino de la falta de escrúpulo que lleva a no cumplir los requisitos mínimos para encontrarla.
El norteamericano Jerry Mander nos dirá en su libro “En ausencia de lo sagrado”: “La televisión es mala, porque su estructura actual no permite otra cosa que diversión alocada y poco más, sin un pequeño estímulo a la reflexión y en todo su entramado de poder no se oculta la decisión de infantilizar a las masas, manejarlas y hacerlas idiotas”. El análisis, queridos lectores, es patético, pero veraz. Cuando uno va viendo algunos de los programas actuales de televisión, que llaman de entretenimiento -concursos; elecciones de parejas, separadas por un biombo para hacer viajes llenos de romanticismo, lo cual no deja de ser una monstruosa inmoralidad; matrimonios que se prestan a hacer el más absoluto de los ridículos delante de millones de espectadores contando sus intimidades a cambio de unas monedas o el intento de hacer llorar a todo el país consiguiendo que dos hermanitos que hacía 500 millones de años que no se escribían se den un tierno abrazo delante de las cámaras y un largo etcétera. No puedo por menos que aceptar la tesis de Mander, erizándoseme hasta la última neurona de mi pobre cerebro ante tanta mediocridad e imbecilidad.
¿Qué hacer? Lo primero autoprotegerse. Tal vez ha llegado el momento de desempolvar las novelas leídas en nuestra juventud, cuando no nos robaban nuestro tiempo con la caja tonta, de hacerse con algunos buenos libros, de dedicarse a manualidades, de comprarse un ajedrez electrónico, de buscar una tertulia o de quedarse mirando las estrellas, llenando nuestro corazón y nuestra mente de la maravilla amorosa de la creación. Siempre es mejor aburrirse que idiotizarse. El aburrimiento es un estado de pasividad, la idiotización es un retroceso de las posibilidades de la mente. A veces sueño con una quimera: veo a millones de mexicanos apagando la televisión, hablando durante la cena con sus familias y leyendo un libro los domingos por la tarde. Me imagino en ese sueño a los responsables de las funestas programaciones horrorizados porque las encuestas de audición han dado ¡cero audiencia! y expulsando a todos los necios que han sido capaces de tanta debacle.