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Memoria histórica y legislación absurda/Las laguneras opinan

Laura Orellana Trinidad

Resulta innegable que en el mundo urbano occidental nuestra identidad está referida al ámbito del papel: no existimos sin la debida acta de nacimiento y tampoco fallecemos oficialmente si no se encuentra asentado en un acta; nuestros estudios, primarios, secundarios o de posgrado no resultan válidos en el mundo laboral al no mostrar la precisa documentación que los avale y la relación con nuestra pareja, aunque sea muy amorosa, resulta intangible para la sociedad si no ha pasado por el registro civil. De ahí colijo que de una u otra manera, ordenado o no, en cada familia existe un archivo administrativo en donde se guardan estos preciosos documentos. Y estoy segura también que, si guardamos este tipo de papeles, que sólo sirven para los trámites de la vida, con mayor razón conservemos otros más significativos: las fotografías de nuestros antepasados, las cartas de amor que se enviaron los abuelos, la invitación de boda de nuestros padres, una esquela de esas antiguas que se entregaban en casa, una tarjeta elaborada a mano del bautizo de una tía querida. En fin, papeles y objetos que mantienen viva la memoria familiar y que constituyen nuestro archivo.

Existe otro tipo de archivos, aquellos que guardan los hechos y acontecimientos del mundo gubernamental del pasado y que, utilizados por historiadores y otros usuarios, permiten un análisis de lo que fuimos y de lo que somos; de cómo, imaginariamente, nos vislumbramos como país; de la mentalidad subyacente en el decimonónico; de las leyes y su dificultad para imponerlas; de cómo se hacían antes los testamentos o los matrimonios, sólo por mencionar algunos ejemplos. Esos documentos nos facultarían indagar algunas verdades que han sido negadas una y otra vez (un caso reciente sería el ‘68); entender procesos (la construcción de México en el XIX) o deconstruir algunos mitos (los indios malos, los vaqueros buenos).

Me extiendo en esta introducción porque quisiera que entendiéramos la relevancia de un hecho reciente: el Instituto Estatal de Documentación (IED), ubicado en Saltillo y el principal archivo de Coahuila, está a punto de ser desmembrado o en el peor de los casos, de ser una vez más víctima del descuido, de la ignorancia o de decisiones legislativas absurdas, ya que no se puede pedir mayor transparencia a un archivo, cuya esencia es pública: dar servicio a todos los ciudadanos que deseen hacer una consulta en esta institución gubernamental.

Su vida ha sido azarosa y su futuro, si no lo modificamos, así se vislumbra. Nació durante el largo periodo del Porfiriato como Archivo General del Estado, con una Ley adecuada para su momento. Posteriormente, la Revolución Mexicana modificó su estatuto legal que no cambió hasta los años cuarenta, en que se hizo un trabajo de inventario y se llevaron ahí documentos de carácter público y administrativo.

Pasaron 30 años para que un gobernante le pusiera atención. Sin embargo, quizá la estrategia no fue la adecuada: Óscar Flores Tapia, ampliamente conocido por su afición a la historia, intentó consolidar esta memoria ¡llevándose todos los archivos municipales a la capital! Pasarían luego 20 años más para que sucediera un hecho inusitado: como en algún cuento de García Márquez, un día comenzaron a volar papeles sobre la ciudad de Saltillo, fechados en 1860 o 1861 y firmados por el ilustre Benito Juárez y algún héroe liberal local. No es que hubieran resucitado y convocaran a una revuelta: esta lluvia de documentos permitió hacer público que el Archivo General del Estado tenía como sede un tejabán, lugar que simple y llanamente no contaba con techo.

En aquel entonces, las autoridades gubernamentales llamaron a la historiadora Martha Rodríguez para pedirle que implementara estrategias para poner orden en esta situación. Martha menciona que se encontró con que el archivo se constituía de cuatro toneladas de papeles, distribuidos en diversas casas y edificios públicos de la ciudad de Saltillo y con distintos estados de conservación. Sin embargo, gran parte de los documentos estaban quemados, mutilados o tenían hongos, problema muy frecuente en papeles antiguos. Los materiales estaban regados en el suelo, sin ningún orden de fechas o de origen: hasta en el excusado se encontraron antigüedades.

Con muy pocos recursos económicos y una veintena de personas que efectuaba su servicio social, se logró en un periodo de dos años fumigar los materiales infectados, clasificarlos e iniciar su inventario. En 1992, cuando Martha Rodríguez dejó el archivo para participar en otros proyectos, señala que ya se había iniciado el proceso de catalogación: un esfuerzo excepcional para ordenar 400 metros cuadrados por dos de altura, de papeles de los siglos XVIII, XIX y XX.

En ese año se quedó como director del archivo Alfonso Vázquez, que continuó al frente hasta hace algunos meses, cuando entró en vigor la Ley del Instituto Coahuilense de Acceso a la Información Pública (ICAI), el 29 de octubre de 2004. Esta ley establece, en su Artículo Quinto transitorio, que “los recursos humanos, financieros y materiales del Instituto Estatal de Documentación de Coahuila, se transferirán y pasarán a formar parte del patrimonio del Instituto Coahuilense de Acceso a la Información Pública. Se deberán respetar los derechos laborales de los trabajadores en los términos de las disposiciones aplicables. Para tal efecto, la Secretaría de Gobierno deberá instrumentar las acciones necesarias que correspondan”.

Así, un archivo que ha costado tanto esfuerzo y donde se encuentra la historia que nos ha constituido como coahuilenses, cambia de manos a un instituto que, si bien tiene una función muy importante -la transparencia de aquellos documentos que a muchos nos interesan y la disposición de información con la cual podemos confrontar a nuestros gobernantes- no le compete el cuidado de un archivo histórico que ya era transparente y se encontraba abierto al público.

En este momento, el archivo se encuentra bajo la vigilancia de la Contraloría, cuyo papel se reduciría a pasar el contenido y recursos del IED al ICAI; sin embargo, recientemente se creó una dirección de archivos que depende de la subsecretaría de modernización (Contraloría) y en este momento dispone de la documentación y del personal del IED. Esta dependencia pretende -según puede entenderse a partir de un documento oficial que se encuentra en Internet- que la secretaría de Gobierno le entregue recursos para su operación. Desde hace una semana el acceso al archivo fue cerrado y al parecer se efectúa una auditoría ¡a los mismos documentos!

La trascendencia de estos actos es grave, pues esos papeles gastados constituyen nuestra memoria y patrimonio histórico. En Torreón estamos aprendiendo a tener aprecio por ese tipo de documentos: el archivo municipal Eduardo Guerra y el archivo histórico Juan Agustín de Espinoza S. J, de la UIA, dan testimonio de los miles de documentos que han sido donados por personas e instituciones generosas que con ello contribuyen a entendernos mejor.

¿Qué sería de nuestra historia si los códices mayas o aztecas se hubieran perdido? ¿Qué sería de México sin el Archivo General de la Nación? Esas huellas del pasado, esos indicios por más pobres que sean, nos revelan nuestra identidad, que muchos analistas consideran todavía en formación. Buena tarea tendrán quienes están promocionando sus rostros y sonrisas en todas las calles de Coahuila: revocar una torpe legislación, en la que no participó con su opinión la sociedad civil.

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