LA reciente denuncia del Presidente de la República ante la opinión pública —la hizo el sábado pasado a través de su programa de radio “Fox contigo”, y el domingo en declaraciones ante los medios desde Silao, Guanajuato—, sobre la deplorable conducta del Congreso de Estados Unidos, y del gobierno de ese país que parece avalar dicha conducta, puede entenderse como una hábil táctica para disuadir de sus propósitos a los legisladores de nuestro vecino del norte. Ellos tratan de sellar la frontera común con un muro de unos mil 200 kilómetros de longitud y buscan, mediante una ley, ya aprobada por la Cámara de Representantes y lista para ser revisada por el Senado estadounidense, convertir en delincuentes a los indocumentados extranjeros que se hallan en territorio de ese país y a quienes los emplean; acción que resultaría contraproducente para sus propios intereses, además de dañina para nuestros compatriotas y para otros emigrantes.
Lamentablemente, dicha táctica resulta extemporánea luego de la consistente actitud del presidente Vicente Fox y de sus dos secretarios de Relaciones Exteriores —primero Jorge Castañeda y después Luis Ernesto Derbez— de obsequioso acomodo con el gobierno de George W. Bush. Al menos Castañeda tenía un claro conocimiento del sistema político estadounidense y de la accidentada historia de las relaciones bilaterales con nuestro vecino del norte, y con un manejo inteligente estuvo a punto de sorprender a altos burócratas de la administración republicana de Bush, para conseguir un sustancial acuerdo en materia de emigración de mexicanos a la economía que todavía es, con mucho, la más poderosa del mundo. Castañeda fracasó pero tuvo un magnífico pretexto para explicar lo ocurrido: los atentados del 9 de septiembre de 2001 en Estados Unidos y sus secuelas, entre ellas la declarada guerra al terrorismo global.
Es, justamente, dentro del marco de la lucha contra el terrorismo que los diputados de allende el Bravo han aprobado el proyecto de ley con el que se busca ejercer un duro control contra la inmigración ilegal —“indocumentada”, según nuestro eufemismo—, y que fue objeto de la enérgica crítica de Vicente Fox. Desde luego que son muy atendibles los argumentos del Presidente en el sentido de que cualesquiera medidas policiales y de represión, lejos de resolver un problema de números crecientes, causan víctimas innecesarias y envenenan la relación entre dos países vecinos, cuyas diferencias en cuanto a nivel de bienestar y oportunidades de empleo hacen lógica la decisión de las personas (hombres, mujeres y aun niños) de cruzar al “otro lado”, al costo que sea, con tal de asir la oportunidad, algunas veces imaginaria, para acceder a una vida decorosa.
El problema es que el Presidente de la República parece creer —a juzgar por la diplomacia desarrollada por su gobierno— que los diferendos habidos entre México y Estados Unidos se resuelven procurando una excelente relación con, primordialmente, el gobierno de Washington y que la relación personal, y hasta íntimamente amistosa, con su colega estadounidense, es la clave para una cooperación mutuamente benéfica. La muestra más reciente de esa diplomacia de alagar para conseguir resultados es la conducta del Presidente en la reunión cumbre interamericana efectuada en Mar del Plata, Argentina. Los detalles de esa conducta han ido llegándonos poco a poco y dicen mucho más que las noticias ofrecidas en su momento por la prensa nacional, e incluso la internacional, que fue poco crítica, y en algunos casos hasta favorable a la actitud mexicana en esa reunión.
Más allá de la convicción que pueda tener Fox —muy respetable aunque uno no la comparta— de que era necesario avanzar en el proyecto de una zona de libre comercio de “las Américas” (sic), que no era el tema central de la cumbre de Mar del Plata, resulta inexplicable que nuestro Presidente y sus altos colaboradores dedicaran tanto esfuerzo a mejorar un proyecto de declaración que, más que al libre comercio, ayudaba a la política exterior de Bush, últimamente tan vilipendiada. El desafortunado comentario de Fox, de que le declaraba su amor tanto al ALCA como al Mercosur, y su aventurada afirmación de que en diciembre (mes que está por concluir) México acudiría a la reunión del bloque sudamericano para formalizar el proceso negociador para su ingreso al mismo, reflejan una penosa proclividad a la improvisación y el falseamiento de una realidad específica.
Lo malo para el gobierno mexicano es que ese esfuerzo de “sacarle las castañas del fuego” a Estados Unidos, lejos de dar lugar a alguna compensación política se topó, al poco tiempo, con el endurecimiento de Washington en materia migratoria. Ciertamente no hay proporción entre el interés del gobierno de Bush por hacer avanzar el proyecto del ALCA, y su preocupación por el complejo asunto del terrorismo, la seguridad de las fronteras estadounidenses y la inmigración ilegal. Podría alegarse que para nuestros intereses era fundamental avanzar hacia un bloque comercial continental, pero no al grado de tomar el liderazgo de un proyecto rechazado por varios países latinoamericanos —o por los más importantes de la región— a fin de alcanzar un objetivo nebuloso y lejano que, en el mejor de los casos, nos haría perder privilegios arancelarios en Estados Unidos y Canadá, al compartirlos con otros 31 países de América.
En nuestra relación con Estados Unidos, los dirigentes nacionales no pueden ni deben ignorar la historia —tanto de las relaciones bilaterales como de la conducta de nuestro vecino en el ámbito global— porque caerían en el error que hoy se adivina: olvidar que los intereses de Estado están por encima de las simpatías personales o los esfuerzos por congraciarse con el poderoso. Estados Unidos siempre ha respetado más la diplomacia firme y consistente de los países amigos o aliados que una obsequiosa.
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Profesor investigador de El Colegio de México
