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México y América Latina

David Ibarra

A la memoria

de Horacio Labastida

Los resultados desalentadores de la década de los 80 algo mejoraron en los siguientes diez años para luego volver a abrumarnos entre los años 2001 y 2003. México tuvo un serio retroceso en 1995 a lo que siguieron cuatro años de bonanza, cuando se superó a la media de crecimiento regional (5.5 por ciento y 3.1 por ciento, respectivamente).

A partir de ahí, nuestro país queda a la zaga al expandir su economía apenas a 1.6 por ciento por año.

En América Latina, el ingreso por habitante ha seguido una trayectoria dispar entre 2001 y 2004. En el caso de México se estancó, decreció -1.1 por ciento en Venezuela y ascendió regionalmente 2.5 por ciento al año.

Los indicadores llevan a la conclusión de que difícilmente se satisfarán las metas de reducción de la pobreza y la desnutrición postulados como uno de los objetivos del Desarrollo del Milenio, aprobados en el seno de las Naciones Unidas en el año 2000.

En efecto, aun en el supuesto de que entre 2000 y 2015 prevalecieran las tendencias favorables de los años 90, el grueso de los países latinoamericanos, México entre ellos, no abatirían en 50 por ciento el número de familias pobres. Aunque el crecimiento no sea condición suficiente al propósito de corregir pobreza o indigencia, no podría negarse que es indispensable.

La mejora mundial observada en esas variables, incuestionablemente es atribuible a la evolución favorable de China y la India que, junto a sus mercados masivos, han registrado tasas espectaculares de crecimiento del ingreso por habitante (más de siete por ciento y de 2.5 por ciento por año, respectivamente) a lo largo de dos o tres décadas. En 1990, 48 por ciento de la población latinoamericana sufría de pobreza y 22.5 por ciento de indigencia. Los índices van corrigiéndose hacia 2004, cuando ascienden a 43 por ciento y 19 por ciento, respectivamente.

Sin embargo, el número absoluto de pobres sube en 24 millones de personas y el de indigentes en cinco millones en el transcurso de esos 14 años.

Uno de los principales factores que influyen en los ingresos bajísimos de buena parte de la población latinoamericana es la limitada oferta de empleos del sector moderno de las economías y el peso muerto del segmento de trabajadores informales (49 por ciento de la fuerza de trabajo) que no tienen acceso a servicios básicos de seguridad social. Así se crea un círculo vicioso: muchos adultos de hogares pobres no terminan el ciclo básico de educación primaria, registran altos índices de morbilidad y encuentran empleos inestables, precarios, en actividades de bajísima productividad.

La fase ascendente del ciclo económico, iniciada en 2003, determinó en el siguiente año un ligero mejoramiento del mercado laboral latinoamericano. Al efecto, la tasa regional de desempleo urbano bajó de 10.7 por ciento a 10.0 por ciento, pero los avances no fueron parejos: Argentina, Brasil y Venezuela progresaron significativamente, mientras México, Perú, República Dominicana, Ecuador y Honduras tuvieron un comportamiento decepcionante al exceder el acrecentamiento de la población trabajadora a los ofrecimientos de empleo.

En conjunto, el fortalecimiento del mercado de trabajo se tradujo en impulsos alcistas muy moderados en los salarios reales -0.9 por ciento en el promedio regional de 2004- que apenas contrarrestaron las inflaciones nacionales pero no corrigieron las pérdidas masivas en los ingresos de los trabajadores.

En todo caso, la distribución del ingreso en América Latina no muestra una evolución alentadora.

Conforme al coeficiente de Gini que mide la concentración del ingreso en una escala de cero a uno, valores mayores a 0.5 indican repartos distributivos peligrosamente desiguales.

Todos los países latinoamericanos registraron (en 2002) índices superiores a esa cifra, con las dos únicas excepciones de Uruguay y Costa Rica.

La conclusión es inescapable: la recuperación económica de América Latina de la década de los noventa y del último bienio ha traído en el mejor de los casos magros beneficios a la población.

El modelo económico neoliberal instaurado ha rendido frutos en abatir la inflación y los déficit fiscales, pero ha sido notoriamente ineficaz en producir crecimiento y bienestar generalizados.

Las proyecciones del Fondo Monetario Internacional para México pronostican una caída en la tasa de crecimiento del Producto Interno Bruto de cuatro por ciento a 3.2 por ciento entre 2004 y 2005 y hasta 2009, incrementos que apenas rebasan tres por ciento anual, es decir, que auguran desequilibrios persistentes en el mercado laboral.

Además, hay riesgos notorios de retroceso en caso no de afianzarse el avance de la economía mundial. Ya los pronósticos generalmente optimistas de los organismos financieros internacionales advierten un descenso en la producción planetaria en el próximo año. En 2004, el crecimiento del mundo estuvo impulsado por las políticas expansionistas del gasto estadounidense, la expansión moderada de Japón y el notable auge de China.

Todo ello favoreció al comercio mundial que apoyó el ascenso exportador latinoamericano -centrado en maquila y productos primarios- y la eficacia de las políticas de los gobiernos. Eso mismo permitió compensar la caída en los flujos de inversión extranjera directa en la región (casi 50 por ciento entre 1999 y 2004), así como la de otras fuentes del financiamiento externo.

La mayor demanda externa de esos productos y de los energéticos mejoró en casi seis por ciento los términos latinoamericanos del intercambio. Puesto en otros términos, los precios de las exportaciones subieron con mayor rapidez que los de las importaciones. A la vez los gobiernos deslizaron con mayor rapidez el tipo de cambio a fin de fortalecer todavía más a las exportaciones. Ambos hechos permitieron acrecentar los saldos exportables, sustituir importaciones y generar superávit en las cuentas externas.

La balanza comercial de América Latina arrojó (en 2004) un superávit de casi 47 mil millones de dólares. México constituye excepción notable, ya que tuvo un déficit sustantivo, 11 mil millones de dólares en esa cuenta.

La debilidad del comercio exterior mexicano es motivo válido de preocupación, no sólo por ser el centro de la estrategia nacional de desarrollo, sino por darse en condiciones excepcionalmente propicias: la recuperación de la economía mundial y estadounidense, los extraordinarios precios petroleros, la revaluación del euro y del yen (que alientan, sea exportaciones o sustitución de compras externas) y el sostenimiento de bajas tasas de interés en los mercados internacionales.

El FMI estima que los déficit comerciales y de la cuenta corriente de la balanza mexicana de pagos prácticamente se duplicarán entre 2004 y 2009, estableciendo un freno al crecimiento nacional. Por eso, el Gobierno de México está obligado a dar un golpe de timón a las políticas de desarrollo en favor de estrategias activistas de fomento exportador, de desarrollo industrial y de encadenamiento de la economía interna con las actividades del comercio foráneo.

Vista a futuro, esa debilidad nos tornaría especialmente vulnerables a una serie de factores ya manifiestos en la economía global. Las proyecciones de la tasa de crecimiento mundial estiman una reducción de cuatro por ciento a tres por ciento en 2005. Aquí influyen los desajustes entre las economías industrializadas manifiestos en desequilibrios insostenibles en el comercio y las finanzas internacionales. Sin duda, los gigantescos desequilibrios fiscales y de pagos de Estados Unidos que ya oscilan entre cinco por ciento y seis por ciento de su Producto Interno Bruto, seguirán propiciando la depreciación del dólar y tasas de interés al alza. Al propio tiempo, las desalineaciones en las paridades cambiarias crean flujos de comercio que no reflejan ventajas comparativas reales y obstáculos al financiamiento de los saldos comerciales resultantes. Los déficit comerciales estadounidenses están siendo financiados por los bancos centrales de varios países asiáticos interesados en fomentar exportaciones con tipos de cambio subvaluados, pero que precautoriamente ya comienzan a cambiar sus tenencias de dólares a los más seguros euros.

A esos factores de incertidumbre se añaden otros. La posible reducción de los precios del petróleo y de otros productos primarios -minerales y agropecuarios- por la menor actividad mundial o la baja en los ritmos espectaculares de crecimiento de China o alzas generalizadas y persistentes en las tasas internacionales de interés. El unilateralismo estadounidense y la renuencia a la cooperación internacional de otros gobiernos en favor de una estabilidad sostenible del crecimiento planetario acaso obstaculicen seriamente la necesarísima convergencia de políticas hacia objetivos comunes.

En esencia, la economía globalizada requiere la concertación de políticas entre las naciones a fin de desterrar peligros de inestabilidad de alcance mundial. Puesto en términos más específicos, Estados Unidos debiera comprometer acciones decididas en abatir su déficit fiscal y de pagos externos antes que nos devuelvan al mundo altísimas tasas de interés e inflación.

Europa y Japón, aparte de aceptar la reevaluación de sus monedas, tendrían que acelerar su crecimiento.

Convendría que los países emergentes de Asia aceptasen mecanismos cambiarios realistas, así como políticas que les permitan adaptarse solidariamente a la comunidad internacional. Los países latinoamericanos debieran instrumentar decididamente mezclas de políticas de mercado y políticas estatales encaminadas a propiciar mayor desarrollo, no sólo a la estabilidad de precios. Hay posibilidades, sin embargo, ya que cualquier análisis de la situación internacional calificaría casi de utópico la concreción de los acuerdos y la instrumentación de las políticas descritas. Pero, de no ser así, como afirma el propio director del Fondo Monetario Internacional, Rodrigo Rato, los mercados propiciarán procesos globales de corrección de los desequilibrios, probablemente más riesgosos y costosos de los que surgirían de ese tipo de consenso.

Como si esas incertidumbres no fuesen suficientes, en México proliferan desacuerdos entre y al interior de los partidos políticos, diferendos entre poderes, competencias electorales anticipadas que no auguran un clima propicio al inicio sistemático de la reconstrucción del Estado, del pacto social básico y de la economía.

Acaso los únicos acontecimientos esperanzadores en el año 2005 sean la proximidad del cambio sexenal y la expectativa de que se logre la reducción de la inflación, aunque sólo sea por contracción del poder adquisitivo de la mayoría de los ciudadanos.

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