La existencia de las dinastías es un fenómeno irresistiblemente humano. Por alguna razón, no sólo queremos perpetuar nuestros genes en quienes nos han de suceder, sino que además deseamos que hereden todo aquello que poseemos: casas, posiciones, negocios, deuda externa imbécilmente contraída… La tendencia a dejarle a quienes son nuestra carne y nuestra sangre aquello por lo que hemos trabajado y luchado, salvo raras (y a veces divertidas) ocasiones, es universal. Aunque no deja de resultar extraña: después de todo, la terca realidad nos dice que ésa no parece ser una política ni exitosa ni prudente.
Así, el gran empresario que empezó desde abajo y logró amasar una cuantiosa fortuna espera que sus hijos y nietos continúen manejando e incrementando el changarro. De nada sirve apuntar que la experiencia indica que ése suele ser mal negocio y conlleva un gran potencial para el desastre. Por regla casi general, el asunto se descompone por ahí de la tercera generación, dado que los nietos se acostumbraron a la dolce vita y se niegan a renunciar a su apoltronado estatus y sacrificarse chambeando como los ancestros. Seguramente el lector conoce numerosas anécdotas a este respecto.
Lo mismo ocurre con las dinastías relacionadas con el poder político. Y eso que ésa fue, hasta donde sabemos, la forma original de transmisión del poder en los primeros Estados. No sólo eso: en algunos casos duró milenios. Tanto así que, para no quebrárnosla, a las historias de Egipto y de China las dividimos precisamente en dinastías.
El suponer que el hijo del faraón o del emperador merece suceder a su padre sólo por el hecho de serlo, si se fijan, no tiene mucho sustento lógico. En primer lugar, porque es bien sabido que nada garantiza que la genética no haya jugado una de esas bromas pesadas que suele jugar, y el vástago salga mucho peor que el progenitor. Pero además está la cuestión de la ausencia de competencia, de la supervivencia del más apto y todo eso. La naturaleza, vía Darwin, nos dice que los organismos exitosos son aquellos que, compitiendo, se adaptan a lo cambiante del ambiente, ajustándose a lo mutable… que es, a fin de cuentas, lo único de que podemos estar seguros en este cochino mundo: que todo cambia.
Ello explica en parte porqué el PRI sobrevivió en el poder siete décadas, y que a pesar de tantos lastres e inercias sigue vivito y coleando: la renovación sexenal y generacional inyectaba sangre nueva, renovaba cuadros, satisfacía a los distintos grupos y saqueaba de maneras cada vez más ingeniosas al país.
Claro que las dinastías reales solían pagar las consecuencias de ese aferramiento al poder: o las mataban familias rivales cansadas de esperar su chance; o tenían que recurrir a la endogamia para no repartir el pastel, algo que la naturaleza no perdona: la alta consanguinidad no tiene sino un final. Por eso el último Habsburgo español, Carlos II “El Hechizado”, no había sido embrujado: había nacido imbécil, último fruto tarado (o sea, con taras) de una rama familiar en que los varones se casaban con primas, tías y sobrinas que era un contento y como si estuvieran muy buenas (lo que, según las pinturas de la época, lamentablemente no era el caso). Y por eso casi todas las familias reales de Europa, a fines del Siglo XIX, tenían enfermedades de la sangre, transmitidas por las hijas de la Gorda Victoria de Inglaterra, quien era abuela o tía abuela de todas las testas coronadas del Viejo Continente. Y también por eso siempre me ha latido (conste que ésta es teoría mía) que esas mismas testas coronadas (muy probablemente vacías) reaccionaron de manera tan poco inteligente en el verano de 1914, precipitando al planeta en la Primera Guerra Mundial: ¿qué se podía esperar de lumbreras como Nicolás II de Rusia, Guillermo II de Alemania y Jorge V de Inglaterra… que eran primos entre sí?
Quizá por ello las actuales familias reales han optado sabiamente por mezclarse con la raza, el populacho, la pelusa, el infelizaje, los de Sol (y Sombra Norte). Así, una de las infantas de España cambió el glamour aristocrático por lo cumplidor de un pelotari vasco. Y Felipillo casose con la Letizia, quien hasta garnachas comió cuando trabajaba en Guadalajara.
Claro que a veces como que exageran: el príncipe heredero de Noruega se matrimonió con una muchacha muuuuuy plebeya, madre soltera ella, el padre de cuyo hijo es un heroinómano. Y a veces ni de eso sacan provecho: digo, ¿quién cambia a la divina Diana por el adefesio que trae ahora Carlos “El Orejón”? Quizá ello sea evidencia de un defecto genético, manifestado por primera vez cuando Eduardo VIII de Inglaterra renunció al trono para casarse con una escoba con faldas, divorciada dos veces, llamada Wallis Simpson: los pésimos gustos de la rama masculina de la Casa de Windsor pueden radicar en un ADN medio atribulado.
También ha habido dinastías no monárquicas. Díganlo si no los amenos Somoza, que durante cuatro décadas martirizaron al sufrido pueblo nicaragüense… que ahora tiene que soportar a otros sinvergüenzas, aunque de distintas familias, bendito sea Dios.
Curiosamente, quienes más fervorosamente quieren crear dinastías en la actualidad son los supuestos defensores del proletariado y la igualdad a ultranza: los que se dicen socialistas. Así, la larga dictadura (45 años) de Kim Il Sung, el Gran Líder (título autoimpuesto, of course) de Corea del Norte, se ha prolongado otros diez años con su hijo y sucesor, el Amado Líder Kim Jong Il. Sí, una dinastía comunista, que durante más de medio siglo ha hundido a ese pobre país en la miseria y el aislamiento más horrendos.
¿Y qué me dicen de la dinastía Castro en Cuba? Fidel, quien ha tiranizado la isla bella durante 46 años y acaba de cumplir 79 primaveras, ha jurado no morir y es un hombre de palabra. Al paso que va, me temo que va a festejar el centenario de una revolución que nadie sabe dónde quedó ni para qué rayos sirvió. Eso sí, se cuida muy bien de no romper esa racha: hace unos meses, cuando se quebró la cadera, insistió en que lo operaran sin anestesia, no fuera a ser que alguien se encargara de que luego no pudiera despertar. Digo, por algo ha sobrevivido lo que ha sobrevivido.
Pero en todo caso, y por si le falla la inmortalidad, Fidel ya designó un sucesor: su hermano Raúl. Mira tú, qué revolucionario y democrático nepotismo. Lo malo es que, según es vox populi, Raúl es peor que Fidel, que ya es decir. Así que sobran cubanos que rezan porque Fidel siga gozando de buena salud y Hugo Chávez no lo arrastre muy seguido a la degustación de rones. Sí, hay cosas peores que haber vivido en México los últimos cuarenta años.
A propósito de México: aquí las dinastías tienen mala reputación. De hecho, la única de nuestra vida independiente a nivel nacional recibe ese nombre por razones geográficas y no genealógicas: la llamada Dinastía Sonorense (De la Huerta, 1920; Obregón, 1920-24; Calles, 1924-28; Abelardo Rodríguez, 1932-34). Sin embargo, como tenía que ser, no pocos políticos a nivel local sienten la tentación de dejarle su lugar (o al menos abrirle cancha) a los frutos de sus entrañas y causa de sus desvelos. Los Hank en el Estado de México y los Figueroa en Guerrero son ejemplos de esa desafortunada tendencia.
Pero ahora, además, nos encontramos con un nuevo fenómeno: que un político totalmente desprestigiado eche mano de su padre muerto para, presentándolo como mártir, legitimarse en el presente. Cuarenta años después del deceso de su progenitor, Roberto Madrazo no ha vacilado en usarlo para promover su precandidatura presidencial y, en el colmo de la desvergüenza, hacerse pasar por pionero de la democracia mexicana en segunda generación por línea masculina directa.
La verdad, la historia aún no ha emitido un veredicto sobre la verdadera significación de Carlos Madrazo, quien murió en un accidente de aviación en 1969 (junto a uno de nuestros mejores tenistas, Rafael “El Pelón” Osuna, lo que entonces generó uno o dos chistes crueles). Los anuncios de su hijito exponen (sin ninguna evidencia, y con un playback obviamente trucado) que fue víctima de un atentado, (rumor que circuló en aquellos años, eso sí… como tantos otros que sin fundamento alguno circulan a diario en este país de chirinoleros). Viéndolo fríamente, ese argumento es difícil de sostener, dado que Carlos Madrazo ya había caído en desgracia, tenía pocos seguidores, y no es plausible que constituyera una amenaza para un presidente tan tiernito, ingenuo y dejado como Gustavo Díaz Ordaz. Un asesinato político parece desmesurado y completamente innecesario. Además, como si entonces nos hubieran sobrado los aviones (y los tenistas)…
Pero bueno: hasta a su difunto padre tiene que manipular este hombre sin escrúpulos para darse baños de legitimidad. Ojalá que su padre le hubiera enseñando que el cinismo no es cualidad de los hombres íntegros y con vergüenza. Es notorio que no lo hizo.
Consejo no pedido para sentirse heredero del Gran Ducado de Tlahualilo: Vea “El león en invierno” (The lion in winter, 1968) con Peter O’Toole y Katherine Hepburn, sobre las bronquillas familiares de Enrique II de Inglaterra y Leonor de Aquitania, uno de los matrimonios más interesantes de la historia. Y lea “Los pecados del padre”, de Ronald Kessler, sobre la Dinastía Kennedy. Provecho.
Correo: francisco.amparan@itesm.mx