Cuando se trata de eliminar
al adversario económicamente o de hacerle perder sus
privilegios, no se necesita al racismo. Pero cuando hay que pensar que hay que batirse
físicamente con él, arriesgar
la propia vida y tratar de
matarlo, hace falta el racismo.
Michael Foucault en
genealogía del racismo.
Tsunami Social, Intifada en el corazón de Europa, un nuevo 68 francés. De múltiples formas está intentando denominarse este fenómeno social que pasó de la página roja a los editoriales de análisis: rebelión en Francia ejercida por ciudadanos franceses, francófonos, pero que guardan entre sí una característica: conjugan nombres franceses con apellidos árabes, turcos o africanos.
Son franceses de segunda o tercera generación y su anhelo es que sean vistos como ciudadanos del país en que nacieron. Que la frase fundamental que les remarcaron en su instrucción básica, con el simbólico gorro frigio, de libertad, igualdad y fraternidad, sea un hecho y no retórica que se expresa en desigualdad, marginación y persecución policíaca soterrada.
La respuesta que el Estado francés desarrolla frente a la respuesta de la desesperación de las víctimas de una globalización no integradora, (mucho menos respetuosa de lo sincrético en que debería forjarse una migración realmente democrática, fraterna e igualitaria) sorprende por su rudeza y deja muy mal parada a la civilizada Francia, frente a lo que parece un nuevo reto para tensar a la quinta República por enésima vez.
No es tarea de estas notas hacer un pronóstico del destino de Francia. Sin embargo, es necesario recordar que esta nación es sin duda un elemento propulsor de comportamientos sociales y ha sido históricamente un ejemplo, muchas veces involuntario, de cambios sociales importantes en el mundo.
Dos cosas llaman la atención: la tardanza en la respuesta gubernamental (el Gobierno de Chirac afrontó públicamente los hechos al los 11 días del inicio de los motines) y la dureza de la respuesta (“Escoria social” llamó a los jóvenes sublevados el ministro del interior Sarkozy).
Ya las notas periodísticas han hecho el recuento de los daños. Lo hacen día a día. Hay que empezar a ver las causas y sobre todo a imaginar las consecuencias de estas manifestaciones, nada inéditas, pero sí nunca tan sistemáticas como ahora.
Sorprende, sin embargo, que el asunto de esta magnitud sea visto tan superficialmente y sólo se refiera a los daños materiales que han dejado los motines. Se oculta así un hecho que es sin duda un elemento que muestra las debilidades de la democracia francesa y, en extensión, las de la integración europea: una integración con una fortaleza económica hecha en parte sobre las espaldas de los migrantes, que abarataron los salarios y cubrieron los espacios más bajos en la escala del empleo, sustituyendo la improductividad demográfica de Europa.
Se oculta también, haciendo hincapié en los daños materiales, que de enero a octubre, 28 mil autos fueron quemados en las principales ciudades francesas. Sí, una muestra de la descomposición social de esta democracia. En la provincia de Estrasburgo, en año nuevo, ya casi es una tradición el dedicarse a la quema de autos. Esta expresión vandálica no es tampoco exclusiva de los migrantes y sus descendientes.
No es casual que el mismo sindicato de policías afirme que “los hechos por los que pasamos hoy, no tienen precedente desde la Segunda Guerra Mundial”. Este es el grado de la crisis incubada en treinta años de políticas erróneas y discriminatorias.
La respuesta, además de tardía, (el 27 de octubre inician los motines y el ocho de noviembre se implante el estado de emergencia) se manifestó en desempolvar una Ley de Excepción, de toque de queda, que fue impulsada como Ley en 1955, y sólo utilizado en la guerra de Argelia (1961) por De Gaulle y en Nueva Caledonia (1984) por Mitterrand.
Le Monde en editorial del día nueve dice que el mensaje es brutal. “Les vamos a dar el mismo trato que a sus abuelos”, quienes recién emigrados fueron tratados como posibles cómplices de los independentistas argelinos.
La violencia sin duda fue aprovechada por la delincuencia en tanto es un buen espacio de cultivo que propicia el miedo y el odio a los cuerpos de seguridad lo que les da ventaja y cobertura de acción dentro de la población que no delinque, pero, que se siente muchas veces más protegida por las bandas locales que por una Policía racista.
Otra cuestión que no plantean los medios es el que la violencia ha sido detenida más por el esfuerzo de los miembros de estos auténticos guetos urbanos, que haciendo gala de su carácter comunitario conformaron patrullajes ciudadanos no para enfrentar a sus jóvenes sino para persuadirlos de no caer en la violencia.
Es evidente también que esta crisis muestra las diferencias que se enfrentan dentro del partido gobernante de centro-derecha. Mientras el ministro del Interior Nicolas Sarkozy, plantea expulsar a todos los responsables de disturbios aunque tengan papeles legales de estadía; Dominique de Villelpin, jefe de Gabinete, habla de fuerza, acompañada de políticas de distensión en las zonas problemáticas.
El partido socialista aprovecha el momento y lanza críticas contra el Gobierno de Jaques Chirac. Aunque válidas, las críticas de la izquierda no suenan muy bien, ya que en los últimos treinta años más de un tercio de ellos lo ha gobernado el partido socialista y no pueden eludir su responsabilidad en la acumulación de daños. Parece más estable la crítica de Goran Persson primer ministro sueco, quien opina: …“el uso de medidas de emergencia no va a resolver el caos generado por la falta de integración y de empleo”.
Pero lo más sorprendente de las noticias alrededor de los hechos es que después de la implantación del estado de emergencia y de la crítica que hace Le Monde que no puede ser tratado de periódico de izquierda o de enemigo de la quinta República, es el hecho de que el 73 por ciento de los franceses apoyó la decisión, según la encuesta del diario Le Parisien. Esto debemos abordarlo en un contexto más amplio.