¿De qué mueren los quemados?, preguntaba antaño el refranero popular, que contestaba: de los puritos ardores. El modismo se refería a la reacción de los despechados, a los que el habla común llama ardidos, que desdeñan el efecto adverso que se les provoca o desvían la atención para disculpar un error o una frustración.
Como ardido ha reaccionado el presidente del Senado, Diego Fernández de Cevallos ante la decisión que privó a clientes suyos de mil millones de pesos (y a él de la proporción que corresponde a sus servicios profesionales, desempeñados simultáneamente con su condición de senador de la República). No sólo denostó el carácter de la sentencia, llamándola dogmática, y quejándose de que se modifique un criterio previamente sostenido, mudanza que está en la naturaleza de las cosas mientras no se dicte jurisprudencia. También puso en duda los fundamentos técnicos de la valuación del predio a que se refirió el célebre caso que acaba de perder.
Pero fue más allá, en una acusación mediática que no debe ser pasada por alto. Acusó a funcionarios de la Secretaría de la Reforma Agraria de haber sustraído del voluminoso expediente resuelto el lunes por la Corte, el peritaje tercero en que se basaron un juez y un tribunal para fijar la monstruosa suma de mil doscientos catorce millones de pesos.
Como el presidente de la Corte hizo notar la desaparición de ese documento, el senador litigante se pregunta en qué basó entonces el pleno la decisión que lo privó de suculentas ganancias.
La discusión de los ministros se desarrolló en dos etapas, el lunes. En la primera parte se debatió si el incidente de inejecución había quedado sin materia por la súbita aceptación del método de pago (treinta millones por año, a lo largo de cuarenta) hecha conocer por los herederos de Gabriel Ramos Millán el 27 de enero, mensaje que pasmó a la Corte y la tuvo al borde de una infracción ética, que hubiera cometido si alzando los hombros deja pasar como un hecho ajeno la erogación de mil millones de pesos más de los que la ponencia del ministro Juan Díaz Romero había ya calculado.
Formaron mayoría los ministros que sostuvieron que la materia a estudiar prevalecía porque no había habido acuerdo de voluntades que la superara (y el ministro Cossío para el cual las partes no tienen libre disponibilidad en el incidente de inejecución). Y por lo tanto se pasó a la segunda parte, la que resolvería ese incidente con la reducción a una sexta parte de la cantidad originalmente asignada.
Díaz Romero sacó avante su tesis de que debía pagarse el precio vigente en el momento de la expropiación y no el del momento en que se emitió la sentencia cuya inejecución discutían los ministros. Partió en consecuencia del dictamen pericial de la Comisión de Avalúos de Bienes Nacionales, del que se deriva que el metro cuadrado tenía un valor comercial de cinco mil pesos.
El valor resultante fue actualizado conforme al criterio tributario, expresado en la Ley de Impuesto Sobre la Renta y en el Código fiscal que a su vez remite al Índice Nacional de Precios al Consumidor.
El ministro Cossío prefirió que se aplicara un índice de precios más específico, relativo a los inmuebles y como no prosperara su propuesta votó en contra, lo que no impidió que la mayoría subsistiera también en este punto.
La severa disminución del monto que finalmente debe cubrir la SRA hubiera podido ser mayor todavía. Un criterio para fijar la cuantía de las indemnizaciones es el valor de mercado, es decir la cantidad que esté dispuesto a pagar un comprador y dispuesto a aceptar el vendedor.
Díaz Romero imaginó, para medir cuál hubiera sido ese precio de mercado, la reacción de quienes leyeran un aviso comercial que dijera: “Se venden treinta y tres hectáreas invadidas”, como efectivamente lo estaban las superficies ejidales expropiadas, a las cuales se sumó erróneamente la heredad de los Ramos Millán.
El cálculo formulado por Díaz Romero se basa en criterios objetivos, no caprichosos ni al buen tuntún. Y no le resta valor el que en el expediente no figurara el peritaje en que se basó la definición inicial de la indemnización.
A esa falta se refirió, de paso (¡cosa curiosa!, dijo) el ministro presidente Mariano Azuela. Explicó que su experiencia de antiguo secretario de estudio y cuenta (lo fue durante once años, de 1960 a 1971) lo hacía buscar directamente los documentos. En este caso llamó su “atención que esa pieza tan importante la tengamos que estudiar indirectamente a través de otros documentos, porque no aparece en el expediente”.
Supongo que es impracticable, e innecesario, determinar la causa de tal faltante. Por el modo natural con que se refirió al hecho el ministro presidente, no parece que el peritaje tercero haya sido arrancado del expediente, que la numeración de las fojas revele su ausencia. Pero sea averiguable o no esa circunstancia, no puede fundarse en ella el cuestionamiento tardío y despechado del abogado patrono de los Ramos Millán.
Queda claro en qué se basó el pleno de la Corte para recortar tan drásticamente la cifra que los afectados creyeron tener ya en sus manos. Como queda claro también que al resolver casos semejantes, como el de Parques Conmemorativos y el del predio donde se levanta la Escuela Nacional de Antropología e Historia, el tribunal constitucional ha dado un paso gigantesco, que el ministro Juan Silva Meza enunció diciendo: “La cosa juzgada surte efectos entre las partes, pero no para la Suprema Corte...”