Cayó la nieve en el Potrero de Ábrego. Eso pasó el 24 de diciembre. Quedó toda la tierra cubierta con la albura de la silente sábana, y un frío de hielo se abatió sobre los hombres y las cosas.
Al día siguiente las mujeres se entristecían por sus matas, matadas por aquella súbita ráfaga de invierno. Muertos estaban los helechos del zaguán; muertas en el jardín las galas de la rosaleda; muertas las coloridas macetas del geranio, de la azucena que anuncia que habrá boda en la casa, de esa pequeña flor efímera llamada "amor de un rato"...
Pero el hielo que mata vivifica. De él, paradójicamente, saldrá fuego, pues bajo el peso de la nieve caen las ramas muertas de los árboles, y su leña arderá mañana en las cocinas campesinas. El frío que asesinó a la rosa acabará igualmente con las funestas plagas que devoran el trigo y la manzana. La nieve derretida será después el agua que regará los huertos.
La muerte es otra forma de la vida. Existe el hielo para que pueda florecer la rosa.
¡Hasta mañana!...