¿Recuerdas, Terry, aquella vez que, perro tú y aprendiz de humano yo, fuimos al prado que llaman El Rodeíto, en el Potrero?
Había llovido mucho durante los meses del verano; la hierba estaba alta y se mecía en el aire, unánime bailarina acompasada. Llegó volando una calandria y se posó en la tierra, muy cerca de nosotros. Ya conocía yo el maternal ardid de esas aves de amarillo pecho: a la vista de un posible predador se posan cerca de él y lejos de su nido, para que el enemigo las busque a ellas y no a sus pajarillos.
Tú, Terry, con la infalible guía de tu olfato, hallaste el nido y me llamaste con ladridos leves para que fuera a verlo. Luego de demostrar tu hazaña me jalaste por la pernera del pantalón para que nos fuéramos de ahí y dejáramos el nido en paz.
Todos los animales son perfectos como tú, mi Terry, y como la calandria madre. Y todos los hombres, Terry, son imperfectos como yo. Alguna vez quizá, si recibimos el don de la humildad, los humanos tendremos la sencilla perfección del perro y la calandria.
¡Hasta mañana!...