En la alta noche el silencio se vuelve dueño de las cosas. Grande es la casa del Potrero; sus aposentos, espaciosos; altos los techos y gruesas sus paredes de recio adobe centenario. En las horas nocturnas parece que la casona se habita a sí misma, y sólo se oyen en las habitaciones los ruidos que nacen de la oscuridad.
Son ruidos amados, y conocidos bien: el gotear de la gota metronómica en el filtro del agua en la cocina; el crujir del ropero catedralicio en la recámara; el suave frufrú de las cortinas movidas por el aire que deja pasar alguna rendija en la ventana...
Amanecerá otro día de Dios, y entrarán en la casa los sonidos del mundo y de la vida. Pero estos suaves ruidos nocturnales se quedan en el alma y la acompañan durante el tráfago del día. El alma los atesora, y hace con ellos una íntima canción.
¡Hasta mañana!...