Me habría gustado conocer al vizconde Martinell, señor de Leires. Vivió en el agitado París que pintó Toulouse-Lautrec, el de fines del siglo antepasado, y cayó en amores con una oscura actriz de cabaret. Se prendó de ella en modo imposible de explicar, pues la mujer no era una gran belleza, y no cantaba ni bailaba bien. "Pero algo se parece a la mujer de la que siempre quise enamorarme", explicaba el vizconde a sus amigos.
Por ella se arruinó. Le compró un chalet en la rue Saint-Guillaume; pasaba con ella los veranos en Biarritz y en Montecarlo, jugando en el casino, los inviernos. Cuando ella quiso una cuadra de caballos le regaló, completa, la que había pertenecido al marqués d?Hacqueville.
Se le acabó el dinero al vizconde Martinell, y al mismo tiempo se le acabó a la mujer su simulado amor. Se retiró él a una pequeña posesión en el campo. La tenía olvidada, y por eso se salvó de ser vendida. Ahí vivió el resto de sus años. Cuando alguien le hablaba de la mujer aquélla, el vizconde se sonreía y no decía nada.
Hay algo de sordidez en perderse por el juego, pero algo de aristocrático hay en perderse por una mujer. Quizá al perderse así el vizconde Martinell se halló a sí mismo.
¡Hasta mañana!...