Estos dos ajedrecistas se han hecho viejos jugando una partida de ajedrez. La empezaron cuando eran jóvenes. Tan enconado se volvió su juego que ya no lo suspendieron nunca. Días, semanas, meses tarda cada uno en hacer su movimiento, y tarda años el otro en consumar el suyo.
Urdiendo las intrincadas combinaciones del tablero se les fue la vida. La que tienen ahora es un remedo de la vida. Si alguno de ellos muere, el otro no sabrá que su compañero ya está muerto.
Estos dos ajedrecistas no son distintos del resto de los hombres. Cada uno, a su modo, juega una vana partida de ajedrez. Parece que la juega con otro, pero en verdad la juega solo. Y ni siquiera al morir se hermanará con el resto de los jugadores. Él solo jugará la partida de la muerte, igual que solo jugó el juego de la vida.
¿Quién puso a los hombres a jugar esta infinita y vana partida de ajedrez? El que lo hizo segura-mente es otro ajedrecista. Lo intuyó Borges, otro ajedrecista.
¡Hasta mañana!...