Yo vi al Papa Juan Pablo por primera vez un gélido día de febrero, en Monterrey. De lejos lo miré, intenso punto de blancura frente a los altos riscos de las montañas que rodean la ciudad. Alzó la mano para impartir la bendición, y cayó de rodillas la multitud de fieles -un millón- que fueron a encontrarse con él y a escuchar sus prédicas de amor.
Era entonces el Papa un hombre en plenitud de vida, lleno de fortaleza y de vigor. Su voz sonaba firme y clara; sus movimientos eran los de un atleta en forma. Al paso de los años lo vimos cada vez más agobiado por dolores de cuerpo y sufrimientos de alma. Nos dolía la visión de aquel anciano cuyas palabras no se entendían ya, de manos temblorosas y paso vacilante.
Sin embargo esta imagen, la del hombre que recorre hasta el fin su Vía Dolorosa, es la que nos inspira más. Herido, enfermo, quebrantado, Juan Pablo se hizo hostia para que comulgáramos con él. Ese supremo sacrificio fue su dádiva mayor.
¡Hasta mañana!...