La casa de don Abundio es grande casa, y su despensa está siempre bien surtida. Lo visitaban por eso con frecuencia sus parientes de todos los ranchos comarcanos. Y don Abundio agradecía la visita. Pero aquellas llegadas se hicieron cada día más frecuentes, y más larga la estancia de los visitantes. Refunfuñaba doña Rosa, mujer de don Abundio, y él veía cómo su hacienda iba menguando con la voracidad de la profusa parentela.
Un día, sin embargo, las visitas se acabaron. Nadie más volvió a aparecerse. Le pedí al viejo que me explicara aquel milagro. Y él me dijo:
-El milagro lo hice yo. A los parientes ricos les pedí dinero prestado, y a los pobres les presté. Ni pobres ni ricos han vuelto por aquí.
Don Abundio no tiene saber de escuela. Tiene saber de vida, que es mejor.
¡Hasta mañana!...