Salim ben Ezra se enamoró de una ramera que vendía su cuerpo a los hombres que pasaban en las caravanas. Era señor principal Salim ben Ezra. Sus riquezas iban más allá de todo cálculo, pero era dueño también de ciencia y poesía: igual podía decir con certitud la fecha de los eclipses que escribir un bello heikel.
Aquella sabiduría, sin embargo, cedió a la pasión. A la pasión se dio Ben Ezra. La prostituta hizo de él un muñeco, lo convirtió en la risa de Bagdad. Cuando Salim le entregó el último cequí la mujerzuela se fue con un mancebo tosco y sucio, y de ella nadie más volvió a saber.
No pide limosna ahora Salim ben Ezra. Es demasiado orgulloso para eso. Pero se sienta a la orilla del camino, y los caravaneros le arrojan un pedazo de pan o una moneda. Ya no compone versos ni hace cálculos sobre el universo. Cuando la gente le pregunta por qué, Salim responde: "Eso no importa nada".
¡Hasta mañana!...