Entre Dios y los hombres, los poetas.
Ellos traducen para los humanos el oscuro lenguaje de la divinidad. Ellos dicen a Dios lo que los hombres, mudos por más que hablen, no le pueden decir.
Los hombres hacen las palabras en la misma forma que el tiempo hace el diamante: lentamente. El poeta las toma y les da brillo, como hace el lapidario con la piedra, y las convierte en joyas. Cuando encuentro una palabra refulgente la guardo para que me ilumine con su luz.
Dos versos de San Juan de la Cruz, el segundo espléndidamente cacofónico, conforman una de esas joyas: "... y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo...".
Una acrobática cuarteta de Carlos Pellicer es otra de esas maravillas: "... ¿A dónde se fue Peñíscola / que no la encuentra la mar? / El sol griego con su disco la / divierte en medio del mar...".
Si no existiera Dios no habría poetas... Me pregunto si a falta de poetas existiría Dios.
¡Hasta mañana!..