Camina por la calle esta muchacha con el airoso garbo de las mujeres bellas. Camina como navega por el mar una grácil goleta de alta proa y velas desplegadas. Su enhiesto busto es realzado por una playera que se ajusta a la doble y turgente morbidez. Esa playera, de color negro, tiene una frase escrita en letras rojas: “Sí, ya sé: te gustaron mis ojos”.
Sonrío al leer tales palabras, que en su traviesa picardía recogen ese misterio que alguien llamó “el eterno femenino”. La mujer se conoce, ciertamente, y nos conoce a nosotros, los desventurados y venturosos hombres rendidos a su femineidad.
Sabe la mujer lo que tiene, y sabe lo que quiere. Lo que tiene es la vida, y lo que quiere es la vida. Para el fin de la vida son su garbo y belleza, y sus turgencias y sus morbideces. Amarlas es amar la vida; desearlas es anhelar la vida eterna. No puede haber pecado en tal deseo. No hay culpa de lujuria en ese amor.
¡Hasta mañana!...