La Navidad es semejante al reino de los cielos: para entrar a ella es necesario hacerse niño.
Yo vivo la Navidad intensamente, quizá porque nunca he perdido mi simplicidad. No es santa esa simplicidad, ni tiene la inocencia de los primeros años. Más bien es resultado de la falta de mundo, de la carencia de eso que llaman ciencia de la vida. Pero es simplicidad, al fin y al cabo, y gracias a ella puedo disfrutar los dones de estos días: los etéreos buñuelos; el agridulce ponche con añadido de brandy o marinero ron; los tamalitos saltilleros, de leve masa y generosísimo recaudo; el pavo que Norman Rockwell habría pintado por segunda vez; el recio champurrado...
Y luego el pino navideño, cuyas luces se hacen más luminosas con el fulgor de los ojos de mis nietos; y el pesebre, con las antiguas figuras que vieron los abuelos y los padres; y la piñata, y los cantos para pedir posada...
Doy gracias a Dios por esta simplicidad de burrito mansueto que me permite ir por la Navidad como por aquel valle de rosas que cantó Bernal Jiménez.
¡Hasta mañana!..
