L U N E S
Hay días que nos levantamos creyendo ? creyendo, no pensando ? que el mundo está en paz; sin embargo, cuando se prende la televisión - y se prende pronto ? o cuando se recoge el periódico, lo primero que se escucha y se lee es que, de eso de la paz nada; que aquí puede ser, pero que por otras partes siguen como al principio, cayendo los abeles.
Y es que, bueno, la guerra es un negocio, por no decir que varios, que es lo que en realidad es, comenzando con la venta de uniformes y acabando con la de medallas, pasando por las armas de todos calibres y diseños. Y si no, hay que ponerse a pensar si Bush seguiría metido en ella al precio de mil y pico de muertes que enlutan a los mismos hogares de sus compatriotas, si los resultados no fueran buenos para sus hombres de negocios. Y así donde las haya, que las hay en varias partes, que adquieren sus armas con los mismos proveedores.
Preguntado un hombre sobre la paz y la libertad, dicen que lo que contestó fue que él lo que quería era dinero y no trabajar. Por eso es tan fácil inducirlos a tomar las armas, y caiga quien caiga, que puede ser él. ?Morir es nada cuando por la patria se muere? me parece una soberana tontería, aunque la haya dicho nuestro héroe más insigne, don José María Morelos y Pavón. Lo mejor no es morir de gloria, sino de viejo, y punto.
M A R T E S
La mujer que ha pasado a la anécdota con el nombre de la Gioconda se llamaba Lisa Gherardini y estaba casada con un rico propietario florentino, de apellido Giocondo. Leonardo da Vinci le hizo el retrato más o menos entre 1502 y 1505. Dos años más tarde, en 1507, la señora Monna Lisa moría, en plena juventud, de unas fiebres malignas. Leonardo la estuvo pintando durante dos años. Y después se negó a entregar el cuadro con la excusa de que no estaba terminado. No se separó de su obra en muchos años y, al fin, la vendió al rey de Francia, Francisco I, por cuatro mil escudos de oro que es un buen chorro de pesos.
No iba Leonardo a pintar a la casa de la Gioconda. Era ella, la bella mujer, la que acudía al estudio del pintor, siempre a la misma hora. Así lo exigía el pintor para que la luz fuera siempre la misma. Leonardo tenía músicos contratados y, al parecer, él y la bella mujer en muchas ocasiones pasaban el rato escuchando la música, sin que el pintor diera una sola pincelada. Cuando ella preguntaba si ese día no iban a trabajar, él contestaba que no porque había una sombra de tristeza en los ojos de la posante.
Es curioso que el cuadro de Leonardo, conocido en todo el mundo por la Gioconda, no empezó a llamarse así sino, por lo menos, hasta cien años después de la muerte del pintor. Al principio se llamó ?La dama del velo de gasa?, hasta que un investigador italiano averiguó, rebuscando archivos, que aquella mujer del velo era Monna Lisa Gherardini, esposa del patricio Francesco di Bartolomeo di Zanobi del Giocondo.
M I É R C O L E S
Cuando yo crecía todo mundo, hombres y mujeres y niños y niñas, y hasta las abuelas, todo mundo, digo, tenía un abrigo y, claro, todos, también, esperaban que el invierno fuera frío, para ponerse sus abrigos o sobretodos, como también se les llamaba, porque se ponían encima de todo lo demás. Y no había año que no cumplieran sus deseos. Fue como por los cincuenta cuando aparecieron las chamarras, prendas sepultureras de los abrigos. No que los hayan enterrado a todos, pero, a buena parte sí.
Cuando se compraba un abrigo se echaban cuentas. Las echaba el que lo compraba: Este abrigo bien me dura tantos años; yo tengo tantos; está bien; sí me lo acabo. O si no el hijo mayor viendo la prenda: Qué bueno que mi papá se lo compró; yo lo alcanzo. El abrigo era una prenda llena de futuro. Bien es que cuando las tiendas de ropa vendían abrigos, los tiempos eran aquellos propicios en que los coches de caballos tenían su sitio en la plaza. Llevaban a donde quiera a sus clientes, pero a paso de caballo y expuestos a todo viento y lluvia; los abrigos, pues, venían más que bien como protectores de sus dueños. Ahora los abrigos, particularmente los de hombre, pues los de las mujeres no se fabrican para proteger del frío sino para que los luzcan, están casi difuntos, gracias a los automóviles. O se llevan en los viajes, sólo por las dudas.
J U E V E S
Ayer pasé por la avenida Allende y recordé mi niñez. Entre Valdés Carrillo y Cepeda viví desde los seis años en que me trajeron del rancho para inscribirme en el Colegio Morelos que estaba por la calle Juan Antonio de la Fuente, a dos cuadras de donde nosotros vivíamos antes de que las calles de Torreón se pavimentaran y cuando todas eran de tierra y los días de lluvia se bendecían porque la aplacaban.
El dueño del Colegio Morelos era el profesor Porfirio Tijerina, quien por no sé qué motivo tuvo que irse a San Antonio, Texas, viéndiose precisado a venderlo, comprándolo el profesor Teodoro Verástegui, dueño y Director del Colegio Hidalgo que hasta entonces había estado por la Acuña y Matamoros. Acabó uniéndolos, pero eso sería hasta el año siguiente al que Jesús Nava, Arturo Rivas, Roberto Woo, Washington Woesner, Miguel Alvarado, Roque, Antonio Velázquez, Mario Sánchez, Polo, algunos otros y yo terminamos en el Morelos nuestros estudios primarios.
La finca estaba dividida por un gran patio al centro, y el tiempo que la compartieron las dos escuelas, el Hidalgo ocupaba, entrando, el lado izquierdo de la finca, y el Morelos se limitó al lado derecho.
En cuanto a la avenida Allende y la Matamoros y las calles adyacentes, en ellas vivieron algún tiempo la familia Victorero, la de Marcelino García, María Arias, muy conocida y reconocida profesora de piano, José Carrillo, José Díaz, los Chaúl, la del licenciado José María del Bosque, la de Antonio Torre, los Jaik, los Martínez, la profesora Antonia García y, por supuesto, Nicolás, el chino de la esquina.
V I E R N E S
A veces en la pantalla chica se proyectan buenas películas como esa biografía de Alejandro que acaban de pasar.
Como ustedes saben, Alejandro fue hijo de Filipo de Macedonia y de su primera mujer, Olimpia, quien deseaba convertir a su hijo en un ser dominante, como ella. Filipo se mantenía alejado de ambos sin que Alejandro supiera por qué, hasta que su padre le habló de aquel alejamiento: ?No quiero compartir con las serpientes el lecho de tu madre?, le dijo.
Olimpia, adoradora de ellas, las mantenía en su alcoba. Estaban en todas partes. Alejandro, niño todavía, se preguntaba por qué podían molestar a Filipo unas cuantas serpientes. Sabía que su padre se había casado profundamente enamorado de ella; que su amor había sido a primera vista. Durante todo un año no se había separado de ella, y aún después de que Olimpia había dado a luz a Alejandro había sido su rendido amante?.
Pero, últimamente la había abandonado por la bebida. Cuando había bebido mucho se apoderaba de cualquier mujer, pero no había amado a ninguna mujer después de Olimpia.
Cuando Alejandro cumplió diez y siete años, Filipo, su padre, se rompió las caderas y tuvo que encamarse. Entonces llamó a su hijo y le dijo: ?Ve y gobierna en mi nombre?. ¡Qué autoridad me concedes, y qué esperas que haga?, le preguntó Alejandro. Nervioso, Filipo le dio el sello real en el cual figuraba la cabeza de un león. ?Autoridad plena, le dijo; pero ten cuidado en hacer promesas. No me preguntes lo que tienes qué hacer. Averigua tú mismo lo que ?puedes? hacer. Así comenzó su brillante historia.
S Á B A DO
Alguna vez, hace mucho tiempo, se exhibió una película que trataba de un reto, entre unos que lo creían imposible y otro que lo tenía qué hacer, de cómo gastarse en un día un millón de dólares. Al fin, después de una gran cantidad de problemas y haciendo que la frente les sudara, entiendo que lo consiguieron.
Pero, como ustedes saben la realidad supera a la imaginación. Y como la realidad no sólo para USA sino para todo el mundo por ahora es Bush, pues ahí lo tuvieron ustedes el jueves haciendo lo que vieron en la tele, no para gastar un millón sino cuarenta millones de dólares en un día, para lo que, a lo mejor, a sus propios soldados en Irak les dio el día y les hizo fiesta, pues, como ya se vio, por dinero no queda. Pero, como dice James Bovard, cada día que pasa, el problema va siendo menos de dinero que de los extranjeros que se sienten maltratados y ?están dispuestos a morir? para castigar a Bush.
Y D O M I N G O
El amor no existe. Existe sólo un mundo que trabaja, que va, que viene, que gana dinero, que usa reloj, que cuenta los minutos y los centavos y acaba podrido en un agujero, con una piedra encima que lleva el nombre del desdichado. ELENA GARRO