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MIRAJES

Emilio Herrera

L U N E S

Todas esas muertes que en estos últimos días han ocurrido y que, en cierta forma nos hacen sentirnos huérfanos de los carismas y talentos de quienes se nos han adelantado, también nos hacen pensar en los afortunados que los van a recibir, ellos sí para siempre, con todas sus virtudes y hasta seguros defectos.

De todas maneras la cosa no es tan inmediata como pudiera parecer, pues desde siempre nos han dicho que entre una y otra estación, las estaciones de la muerte y de la eternidad, hay otra intermedia llamada diz que purgatorio en que el que abandona este mundo ha de pasarse algún tiempo para irse haciendo a las condiciones que privan en la eternidad.

Lo que hace disfrutable este mundo que vivimos es precisamente el saber que un día lo dejaremos. La eternidad ya es otra cosa. Pónganla como la pongan, sea lo que sea, no puede evitar ser un castigo, pues es para siempre, y ser para siempre, que se dice pronto, sólo Dios lo puede soportar, que por eso lo es.

Nosotros somos temporales y lo sabemos, aunque sigamos sorprendiéndonos de ello cuando preguntando por alguien a quien saludamos un par de días antes alguien nos informa que ha muerto.

M A R T E S

Ahora que la tele se ocupa de Napoleón, viene al caso lo que se cuenta de Josefina, mujer que fue muy sexy, según se dice ahora, y supo aprovechar muy bien esta condición natural. Nació en Martinica donde su padre era gobernador. Tenía otra hija y, como se usaba en esos tiempos, buscó marido para ella por ser la mayor y lo encontró, pero ella murió y entonces su padre le escribió a su futuro yerno contándole la cosa y diciéndole que tenía otra hija que “tiene un cutis muy bonito, unos hermosos brazos y desea ardientemente vivir en París”. Y así fue como Josefina encontró su destino.

Cuando la revolución su marido fue guillotinado. Ella fue detenida con él y estaban los dos en la misma cárcel. Todas las mañanas llamaban a los condenados. Una mañana gritaron su apellido: ¡Beauharnais! Los dos se levantaron, el vizconde y Josefina. Él se adelantó diciendo a su mujer: Permitidme, señora, que por una vez, pase una puerta delante de una dama.

Y gracias a esta descortesía histórica, sólo se lo llevaron a él.

Cuando Josefina y Napoleón se casaron ella tenía 32 años y Napoleón 26. Y en los papeles constaba como si los dos tuvieran 28.

Napoleón le escribía muchas cartas a Josefina diciéndole con frecuencia que ella era todo para él. El Mariscal Ney alguna vez comentó, que efectivamente lo era . . . después de todo lo demás.

M I É R C O L E S

Ahora que se habla del príncipe Gales que parece no tener para cuándo subir al trono, se puede recordar que Eduardo VII cuando lo fue también anduvo en las mismas, pues tenía sesenta años cuando lo hizo.

Por cierto, tenía fama de muy elegante y a él se debió la moda de los pantalones planchados con raya. Nadie los llevaba en aquel entonces. Un día, cuando sólo era príncipe de Gales, iba a una fiesta, en coche. Había llovido mucho y el paso de otro coche le salpicó los pantalones. No quiso ir con los pantalones manchados ni tampoco llegar con retraso. Entró en un almacén de confección, compró unos pantalones y se los puso. Los pantalones, por haber estado mucho tiempo guardados en montón con otros tenía marcada la raya. El dueño del almacén dio orden de que los pantalones se plancharan rápidamente. El príncipe no quiso perder más tiempo y dijo que no, que daba igual. Y llegó a la fiesta con la raya marcada en los pantalones. Alguien le preguntó:

- ¿Esos pantalones, alteza . . .?

- Es la última moda.

Y, a los pocos días, todos los elegantes de Londres, llevaban los pantalones planchados con raya.

En esto de las modas no solo fue la raya de los pantalones, en otra ocasión olvidó abrocharse el último botón del chaleco, y así nació la de llevar este botón desabrochado. En fin . . .

J U EV E S

Volviendo sobre Napoleón, pues nos lo ganó Josefina, antes de partir para su campaña en Italia, visitó a Talleyrand. Le encontró acostado y enfermo. Napoleón iba a pedirle consejo. No sabía de dónde podía sacar dinero, y lo necesitaba. Decía que “un general pobre hace quedar mal a su patria.”

Talleyrand le dijo: “Abrid los cajones de mi secreter. En uno de ellos encontraréis cien mil francos. Yo no sé qué hacer con este dinero. Tomadlo y me lo devolveréis a vuestro regreso de Italia.

Napoleón tomó el dinero, dio las gracias a Talleyrand y se largó.

Años después, ya emperador, recordó a Talleyrand aquella deuda todavía sin liquidar. Le preguntó:

- ¿Necesitáis el dinero ahora?

- Menos que entonces, señor.

Napoleón en vez de pagarle, le preguntó:

¿Qué razón tuvisteis para prestármelo sin que yo os lo pidiera? Lo he pensado muchas veces y nunca he encontrado la razón.

- No tenía ninguna razón. Yo estaba enfermo. Vos érais mucho más joven que yo; se os veía emprendedor y decidido. Y me pareció bien ayudaros.

- Pues no os acabo de comprender.

- Ni yo os lo puedo explicar más claramente.

Talleyrand tenía quince años más que Napoleón. Y el emperador terminó la conversación con una frase lapidaria:

- “Es imposible conocer de los hombres aquello que ni ellos conocen de sí mismos.

V I E R N E S

Ayer anduve de suerte. Al llegar a mi visita normal de los jueves a Homero, acompañándolo me encontré a Carlos Jalife. A Carlos, después de no haberlo visto por mucho tiempo lo había saludado hace poco en una de esas reuniones en las que puedes quedar lejos o cerca, y quedamos lejanos uno del otro, así que todo había quedado en enviarnos un saludo con la mano y abrazarnos con el gran afecto que nos une al despedirnos.

Carlos es uno de esos hombres que nacen predestinados a hacer el bien. Casi desde niño se dio en propiedad a la Cruz Roja, y en nuestra ciudad hablar de una es hablar del otro y viceversa, independientemente de lo cual la preocupación que ha sentido por los niños desamparados le ha llevado a luchar incansablemente por ellos.

Hace más de un cuarto de siglo una noche en casa de Donaldo Ramos Clamont le dije a Carlos: que él era uno de los pocos hombres que nacen con la herramienta justa para expresarse a través de un auténtico “quehacer”; aquél que dejará en la memoria de sus contemporáneos un recuerdo más largo y una huella más profunda de su paso por este continente que es su comunidad”.

Ayer, al despedirnos, me vine con el convencimiento de que así ha sido.

S Á B A D O

Cuentan del último Aga Khan, aquél que allá por los setenta se casó con la Begum francesa, que en cierta ocasión un mendigo consiguió acercársele y le pidió cien francos.

- ¿Para qué los quieres? ¿Para emborracharte?

- No; no bebo.

- ¿Para jugártelos?

- Nunca me juego el dinero.

- ¿Para dárselos a alguna mujer?

- Hace años que no trato a ninguna.

- Bien; te los daré a condición de que me acompañes a mi casa.

El mendigo aceptó y el Aga Khan lo presentó a la Begum, y le dijo:

- A veces me reprochas algunos de mis vicios. Pues ahí tienes a este hombre que no bebe, que no juega y que no trata a las mujeres. ¡Y ya ves de qué le ha servido!

Y D O M I N G O

Que México no puede ser una democracia será tal vez cierto, pero lo es también que ni Juárez ni Porfirio, ni la revolución mexicana ha permitido intentarlo. Y por ello cábeles el reproche de que México es culpable de que la democracia no funcione ¿para qué entonces llenar de sangre tantos años, en el siglo pasado para darle instituciones que nos merece. JUAN FUENTES MARES

La cosa sucede a diario, y el asombro también. No es el pasmo de

aquel que cuando supo la muerte de uno de sus amigos más queridos quiso

ponerlo en duda en beneficio de sus intereses exclamando: ¡Cómo que se

murió si me debía! Pero, por ahí anda la cosa.

Hoy nos sucedió a Octavio y a mí algo parecido a esto. Al llegar esta

mañana al café que acostumbramos, por más que estiramos el cuello, la

mesa que suelen llenar

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