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MIRAJES

EMILIO HERRERA

L U N E S

Acabo de ver en la tele a esas pocas, por muchas que fueran, jóvenes mujeres que se disputaban la corona de la más bella del mundo.

Quién sabe cuáles serían las medidas de Eva, pero ni ella ni Adán sufrieron por ello siendo los únicos.

De todas maneras, eso de ser la más bella no pasa de ser un decir, pues ya se ha dicho que en gustos se rompen géneros, y lo que para uno es hermoso no falta qué falla le encuentre otro. Y si la Venus de Milo se registrara y admitieran en esta competencia, sería de las primeras en quedar fuera.

Por lo tanto, de estas concursantes que hoy desfilan en esta grandiosa pasarela una les va a ganar a las demás que allí concursan, pero ello no quiere decir que en todo el mundo nadie sea más hermosa que ella.

Estos concursos lo único que nos prueban es que en todas partes del mundo hay mujeres hermosas, y lo hermosas que algunas pueden llegar a ser.

En esta ocasión la ganadora fue una canadiense y con su triunfo cubre a todas sus paisanas, quienes después de saberlo se miran en el espejo y se encuentran mejor que ayer, pero menos que mañana. La nuestra, la mexicana quedó en cuarto lugar, que no está mal. ¡Otra vez será!

M A R T E S

Esto de la belleza de la que ayer hablábamos tiene sus asegunes, es decir, hay mujeres hermosas de nacimiento, y hay quienes aprenden a serlo cuando les da la gana. De Eleonore Duse, actriz de los tiempos de Alejandro Dumas hijo se cuenta, por ejemplo, que una mañana fue a visitarla repentinamente Georges de Porto Riché, escritor que era su amigo. La sorprendió en ropas de cama y, por supuesto, sin arreglo alguno. Porto Riché no pudo impedir un movimiento. Le pareció feísima.

La Duse lo advirtió y lentamente se quitó las gafas, alzó la cabeza y en un relámpago se transformó de modo tan maravilloso que su visitante se quedó mudo.

La Duse le dijo: ?Amigo mío . . . Yo soy bella . . . ¡cuando quiero!

En otra ocasión la Duce actuaba en Moscú. De esto hace poco más de un siglo. Era la noche de su presentación y nevaba de un modo espantoso.

Declarando que ?la nieve le abrumaba?, se negó a acudir al teatro. Ello significaba para el teatro una gran pérdida. Además, en su palco ya estaban el emperador y su esposa. El empresario le suplicaba llorando: ?Yo no me atrevo a decirle al emperador de Rusia que se vuelva a Palacio y venga mañana.

¿Y por qué no? ? le dijo la Duse -. Después de todo no tenemos que devolverle dinero, porque no paga su localidad. Así, dígale usted lo que quiera: que me he roto una pierna o . . . que me he muerto.

Y con un desabrido ¡Buenas noches! se fue a su hotel.

M I É R C O L E S

Ahora que estamos a un chico rato de empezar el alboroto de las elecciones, vale la pena recordar lo que el hispano Vicente Vega decía hace años que su padre le contaba de otras de su tiempo, que al fin y al cabo las manifestaciones del entusiasmo popular son todas iguales en cualquier parte del mundo, y en cualquier tiempo.

Contaba que en 1875 hizo su entrada en Madrid el rey don Alfonso XII, y el entusiasmo público fue grande. Enorme gentío llenaba la carrera que seguiría don Alfonso y su cortejo.

Entró el joven y recién restaurado monarca a caballo, correspondiendo Chacó en mano a los aplausos de la multitud.

Un mocetón como de veinte años y aspecto de menestral, encaramado en un árbol, lanzaba estentóreos y repetidos gritos de ¡Viva el Rey!

Impresionóle a mi abuelo tanto entusiasmo, y cuando el cortejo pasó y el mozuelo descendió de su observatorio, no pudo por menos de decirle, al tiempo que le obsequiaba con un cigarro:

¡Bien has gritado, muchacho!

¡Bah! Esto no es nada, señor ? le contestó el otro. ¡Tenía usted que haberme oído cuando echamos a la madre de éste!

Aludía, naturalmente, a las manifestaciones de regocijo celebradas en Madrid, media docena de años antes, con motivo del destronamiento de Isabel II.

La cuestión es gritar. Y gritos vamos a tener de sobra nosotros muy pronto.

J U E V E S

Francoise Sagan, la famosa escritora francesa, decía que este mundo no nos ofrece ni grandes bienes ni grandes males; que metidos en nuestra ridícula (la que sea) tarea diaria, pocos, muy pocos, son los que alcanzan a ser útiles a los otros. Que si nos fuera dado, al morir, repasar nuestra vida, veríamos que la mayoría apenas está empezando a vivir. Y que tal parece que estamos aquí sólo para esperar la muerte. Llenamos la espera con un trabajo cualquiera, pero no hacemos más que andar de la nada a la nada, a través de algunos años de tedio y de aburrimiento.

Creo que fue Goethe el que alguna vez dijo que ?en un momento dado de la vida morimos sin que nos entierren?. Se ha cumplido nuestro destino.

Hemos recibido todo lo que la vida nos tenía que dar y, lo que es más, hemos dado todo lo que teníamos por dar. Lo que se sigue después ya no merece el nombre de vida. El mundo está lleno de gente que son muertos y lo ignoran.

Por eso quienes hemos tenido la suerte de conocer (Elvira y yo) el interés que nuestra estimada señora doña Delia Martín de Gómez ha tenido desde siempre por el próximo la admiramos. Nada cuesta tanto trabajo como interesarse por la vida de los otros; y un interés apasionado, como el de la señora Gómez, sólo lo consiguen los elegidos.

Por el reconocimiento que el Gobierno de nuestro Estado le hace a la dedicación de su vida al bien de los demás, otorgándole el Premio al Mérito 2005, la felicitamos sinceramente. Vaya un abrazo.

V I E R N E S

Todos en nuestras vidas hemos llegado a tener un café, digo, a ser su asiduo, frecuente, puntual, perseverante visitante, al menos en una época de nuestra vida, y no tanto por el sitio en sí cuanto por quienes forman su ambiente.

Puedes concurrir a él todos los días o sólo una vez a la semana, pero, vas a él y no a otro porque sabes los rostros que allí encontrarás y que te son familiares.

En realidad yo sólo voy a uno de ellos una vez a la semana, con Octavio.

Es seguro que el que tiene más historia entre nosotros actualmente es el de Urbano Cabranes, por cuyas mesas han pasado las gentes más importantes que han visitado nuestra ciudad, políticos, intelectuales, artistas, acaso durante los últimos tres cuartos de siglo.

Ahora que se nos viene encima la celebración del primer centenario de nuestra ciudad, no sería mala idea publicar la historia de nuestros más antiguos negocios de lo que sea que todavía estén funcionando.

Otros hubo, famosos, manejados por mujeres, pero, según entiendo, de los de ?aquellos tiempos?, este es el único que ha sabido capear sus temporales, que los habrá tenido, seguramente, como todos, y aquí sigue contra viento y marea, ofreciendo a sus clientes ni más ni menos que lo que ellos saben que encontrarán en él.

S Á B A D O

Entre las cosas que se han acabado ¿para siempre? están las cartas.

Hay que recordar las que antes recibía cualquier familia, la menos numerosa, la más analfabeta. Que nunca faltaba quién se ofreciera a leerlas. Antes no todo mundo sabía leer y escribir. Muchos sabían aquello, pero no esto. Mi abuela paterna, por ejemplo, que aparte de dar gusto en la cocina a los antojos culinarios de toda la familia el resto del tiempo se la pasaba leyendo los diarios de aquí y de allá, y cuando después de su atropellamiento por alguien que no se le ocurrió mejor lugar para aprender a manejar que la avenida Juárez, frente al mercado, no le quedó otra alternativa que la de, al amanecer, pasar de la cama a una silla para todo el día, donde además de los diarios leía la correspondencia que le llegaba de la familia, y llevaba cuenta de las cartas que esa semana recibiría de los hijos, de las comadres, de sus amigas que las circunstancias se habían llevado lejos.

La correspondencia familiar en estos tiempos casi no existe. El teléfono acabó con ella, y con el placer de releerla.

Y D O M I N G O

¡Cuánto trabajo le cuesta a la mujer mantenerse bella! Maquillarse cuesta tanto trabajo como pintar un buen cuadro figurativo todos los días. Mantener la línea da más lata que cultivar un campo de trigo. MARÍA FÉLIX

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