L U N E S
Las semanas las empiezo por la oficina de Homero, como algunos de ustedes ya saben; luego, todo depende de su memoria. A veces nos da por recordar a los amigos que a ambos se nos han ido, para hacerles sentir, en donde estén, que siguen viviendo en nuestra mutua reminiscencia; a veces por las cosas del día, y a veces por cierta poesía, cátedra que corre toda a cargo de él y de sus maravillosa memoria. Nada de largos poemas, así no es la cosa, sino de cosas ligeras, algunas de ellas profundas, otras llenas de amor. Hoy me recibió con un consejo que no sé quién se lo daría a él, pero que no se lo pregunté, porque luego, por contestarme, la cosa se va por otro rumbo echando a perder lo que podía haber sido.
Decía lo de un consejo, era éste:
?Las flores y los amores
hay que saberlos cuidar:
las flores sin riego se mueren,
los amores sin besos se van?.
Como estuvimos de acuerdo, su memoria contribuyó con la siguiente
cuarteta:
?Las penas y las no penas,
todo es pena para mí:
ayer penaba por verte,
y hoy peno porque te vi?.
Y así se nos va en un santiamén al licenciado y a mí la media hora que dos veces a la semana ambos nos regalamos, y en la que soy, más que actor, auditorio, afortunado, por exclusivo.
M A R T E S
Lo que definitivamente desapareció un día de nuestras calles fueron los tranvías. ¡Qué lástima! Su rodar por las vías se escuchaba desde antes de ser visto y de pasar su color amarillo a nuestro lado hasta su esquina de parada.
Pasaba por la calle Múzquiz. En los tiempos de lluvias veraniegas, que aunque no lo parezcan eran éstos; al señor Iduñate, que por allá tenía una botica y le gustaba asomarse a su puerta a ver huir a los transeúntes para no mojarse, a veces, cuando se atrevía a dar un paso de más y el tranvía coincidía en pasar, el lodo que arrojaban sus ruedas (Torreón todavía no estaba pavimentado) alcanzaba los perniles de su pantalón, lo que comentaba diciendo: ?la lluvia es bonita, pero no el lodo?. Y decía una verdad, ya la quisiéramos en estos días, con lodo y todo, a ver si refrescaba un poco.
Algo más que ha desaparecido de nuestras calles son las moreras.
¡Uy! cuántas había por algunas calles de Torreón. Cuando daban fruto, no sé cómo, pero todos los chicos nos enterábamos, igual que cuando empezaban las temporadas de trompos, valeros o canicas, sin que nadie nos dijera nada, todos salíamos preparados para jugar esos juegos; así salíamos descalzos, listos para subir a las moreras a robarles sus frutos, de los que cada día los dejábamos pelones.
M I É R C O L E S
Gustavo Flaubert, el autor de ?Madame Bovary? sintió siempre una indiferencia total por los acontecimientos políticos de su país. Era un tema en el que nunca intervenía y, si otros lo discutían, decía:
Yo de esto no sé nada, ni quiero saber nada.
Y, para explicar su posición de total indiferencia, aseguraba que se la había contagiado un amigo chino que, sorprendido por el interés de los europeos en la política de sus países, le dijo: ?Se os nota en esto a los europeos que sois países jóvenes. Nosotros, que somos un país mucho más viejo, sabemos por milenarias experiencias que un tipo de gobierno sucede siempre a otro y que, en los intermedios, se producen revoluciones, más o menos duraderas, según la capacidad del país para mantenerlas.
El gran éxito de Flaubert fue, y sigue siendo, ?Madam Bovary?, y esto el autor lo aceptó siempre como una prueba de la incapacidad del público francés. Después de la publicación de su libro ?Las Tentaciones de San Antonio?, recibió una carta de Ernest Renan en la que se elogiaba toda su obra , y con la carta la autorización de mandarla a algún diario para su publicación, cosa que Flaubert no hizo, porque, en el último párrafo de la carta Renan le aconsejaba que insistiera en la novela del tipo de ?Madame Bovary?, obra que Flaubert había considerado siempre como de segundo orden. Con lo que nunca estuvo de acuerdo con sus críticos ni con el público.
J U E V E S
Un espectáculo nocturno que ha desaparecido de nuestras calles es el de las sillas que los habitantes sacaban frente a sus domicilios para refrescarse un poco y chismorrear con los vecinos sobre las cosas del día, que de otra manera no se enterarían hasta el día siguiente gracias a ?El Siglo?.
En la década de los veinte esos grupitos de plática nocturna y obligada, poco a poco iban llenando las banquetas, la acera de las calles todavía enladrilladas, mientras los chicos y las chicas, entonces la niñez duraba más, se divertían, frente a sus padres, con los juegos propios de su edad. Ellas a la rueda de San Miguel y cosas así, y ellos al burro o al ?beis?, no al ?bol? ni cosa por el estilo sino a aquél de si te toco ya perdiste. Cosa que se avergonzaría de jugar hoy cualquier niño de seis años.
De pronto apareció un aparatito llamado radio, que logró de inmediato el milagro de encerrar a todo mundo en su propia casa y allí obligarlo a escuchar sentado a un señor De Lille que le anunciaba a músicos y cantantes que hacían lo que hacían desde la ciudad de México, gracias al cual entraron a todos los hogares la voz y las canciones de Agustín Lara que puso locos a todos los que andaban en edad de enloquecer. (Por cierto, no olviden que el próximo día 7 Licha, Adla Daher de Jaik, presentará un libro de canciones (alrededor de mil) que él y la que más, y la que menos, han cantado y vivido durante el último cincuentenario las generaciones del treinta en adelante.
V I E R N E S
Los viernes por la noche nos reuníamos en casa de los Maya, Alberto y Rosita. Algunas veces llegaban Alfredo y Licha y entonces salían irremediablemente los tangos, y no es que no me gusten ni mucho menos, pero, la verdad, me gustan más, pero mucho más, bailados que cantados y esto último sólo por Gardel en sus películas que, por entonces pasaban en ?El Princesa?, ¿dónde, si no?
De todas maneras, yo para entonces ya estaba dado a Lara cuyas canciones mi padre me llevó a oír, no recuerdo a qué cantante femenina, al Teatro Cine Herrera, (Juárez y Múzquiz) en una de las visitas que entonces me hacía cada par de años viniendo desde Los Ángeles, California, donde entonces vivía.
En esas reuniones en casa de los Maya se platicaron muchos proyectos para realizar juntos, cuya realización el destino no nos negó a ninguno, sólo que separados, y ninguno se asombró de lo primero que vio al entrar a los Museos del Prado o del Havre, por ejemplo, y así por el estilo, porque en aquellas reuniones lo habíamos descubierto y estudiado y sabíamos dónde estaba esto y aquello.
En fin, que estoy en esto por el libro de canciones que ya he dicho que ha recopilado Licha y que presentará el próximo jueves.
S Á B A D O
Dionisio I el Viejo, tirano de Siracusa (430 a. de C. ? 367) es una figura singular. Estaba convencido del odio que inspiraba y ponía de su parte lo posible para escapar de los peligros que le acechaban por doquier. Es fama que se hacía quemar la barba por sus hijas desde que supo que el barbero habíase alabado de que todas las semanas tenía a merced de su navaja la vida de Dionisio.
Entre sus cortesanos figuraba Damocles, que de continuo hacíase lenguas de la riqueza, de la magnificencia y, sobre todo, de la felicidad del tirano.
Para expresarle de una manera gráfica lo muy equivocado de sus juicios, Dionisio discurrió una ingeniosa estratagema, que había de pasar a la Historia como símbolo de la amenaza constante que gravita sobre los humanos, aun en los momentos más felices de su existencia.
Preparó un fastuoso banquete, con Damocles como único invitado.
Los criados, debidamente advertidos, reservaban al huésped los mismos honores que al anfitrión. Damocles veía confirmada una vez más, y de qué manera, la dichosa existencia del tirano. En esto dióse cuenta de que sobre su cabeza pendía una espada desnuda, sujeta al techo por una cerda de caballo . . . Parece ser que incontinente perdió el apetito y la tranquilidad, pero ganó el saber que todos tenemos la existencia pendiente de un hilo . . . o de una cerda, que para el caso viene a ser lo mismo.
Y D O M I N G O
Son los políticos mediocres quienes, incapaces de crear una obra verdaderamente política, de interés general, adulan las más bajas supersticiones y codicias de los hombres, para valerse de su interés, el inmediato y pasajero. JORGE CUESTA