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MIRAJES

EMILIO HERRERA

L U N E S

Cuenta Amando Farga sobre el queso que, su descubrimiento es hijo del azar, y la leyenda habla de un pastor árabe que habiendo guardado leche en una bolsa de estómago de carnero encontró que, por el calor, se había cuajado el líquido. Al presente, el cuajo continúa siendo la base de su fabricación.

En la Biblia se encuentran varias citas, pero con mayor precisión, 300 años antes de J. C., hablan de él Aristóteles y Homero, y cerca de la era cristiana el vate Virgilio, Plinio el Antiguo en su Historia Natural, y Marcial en sus epigramas.

Los primeros quesos fueron llevados a Roma de las Galias y de Germanía, centros de fabricación de dicho producto, y su uso se generalizó por toda Europa, especialmente durante la Edad Media, en los conventos, siendo manjar preferido de notables personajes.

No conocieron este producto los aztecas por no existir en el país ganado de dónde obtener la leche básica para la elaboración, pero con el traído de España y su fácil adaptación en el país, así como por las sucesivas crianzas y desarrollo adquirido, fueron los hacendados españoles quienes iniciaron la fabricación de este producto, imitando los ya populares de sus tierras, como el Manchego, el de Cabrales, el Segoviano, apareciendo después los de tipo originalmente mexicano.

M A R T E S

Como consecuencia del acuerdo entre Rusia y Prusia para un segundo reparto de Polonia (1793) estalló en este desgraciado país un movimiento revolucionario acaudillado por Kosciusko, Kolontal y Potocki.

Al frente de los obreros patriotas de Varsovia figuraba el zapatero Kilinski, hombre de tranquilo valor, sencillo creyente, aunque no siempre en su vida privada fuese modelo de templanza.

Llevado ante Nicolás Wasillievitch, príncipe de Repnin, que hasta a sus oficiales superiores los hacía temblar, se expresó con una naturalidad que exasperó al déspota.

¿Tú no sabes con quién hablas, desdichado? ? rugió el Príncipe. Y con rápido ademán abrió la capa de su uniforme, mostrándole el pecho, constelado de cruces y medallas refulgentes -. ¡Mira y tiembla!

Kilinski, sin impresionarse, contestó:

¿Estrellas? Muchas más veo en el cielo, señor, y no tiemblo.

El movimiento, tras algunos éxitos parciales, fracasó.

M I É R C O L E S

Refiere una vieja tradición que caminando hacia Sevilla una clara noche de luna montado en brioso caballo, don Pedro I de Castilla vio que en medio del camino había un carro volcado, con la mula tendida en tierra y el carretero haciendo esfuerzos inauditos para levantarla, sin conseguirlo.

Movido el rey a compasión, echó pie a tierra y ayudó al carretero para levantar la mula y enderezar el carro, después de lo cual volvió a montar, picó espuelas y siguió su camino, adelantándose fácilmente al carro. Al poco trecho sufrió el rey un aparatoso accidente: encabritóse el caballo, dio un bote y cayó en tierra, cogiendo debajo al jinete, que no se podía valer y hacía desesperados esfuerzos para salir de debajo de su cabalgadura. En este trance pasaba el carretero con su carro y el Rey lo llamó para que lo ayudase. El carretero, a pesar de conocer que aquél era el que antes lo había socorrido, dio un latigazo a la mula y se alejó prestamente de aquel sitio.

Por fin el rey, al cabo de un gran rato, pudo salir de su apuro, y una vez de nuevo en la ciudad mandó que buscasen al carretero y lo llevaran a su presencia, como así se verificó al día siguiente.

En cuanto el carretero supo quién era el caballero al que tan villanamente había desamparado en la noche anterior, echóse a temblar como un azogado y no daba tres cominos por su vida.

Voy a referirte un suceso ? le dijo el rey- acaecido anoche.

Y le refirió puntualmente lo que el carretero de sobra sabía. Terminado el relato hubo el rey de decirle:

Vamos a ver: ¿Qué te parece el caso? ¿Qué opinas de esas dos personas que anoche se encontraron dos veces en el camino a Sevilla?

Aquí el carretonero se arrodilló, tembloroso y dijo, humildemente:

Señor, opino que vuestra majestad se portó como quien es, y que yo me porté como quien soy.

La lealtad del villano, expresada con tanto ingenio, desarmó la cólera del rey, que le perdonó según dicen.

J U E V E S

Entre los más ilustres desmemoriados y distraídos tiene un puesto de honor el primero de los fabulistas franceses, Juan de la Fontaine.

Aunque había sido invitado oportunamente para asistir a los funerales de cierto amigo suyo, esto no fue obstáculo para que al cabo de ocho días se presentase en la casa del difunto, decidido a invitarse a comer.

Sus gentes, llenas de asombro, le manifestaron que el señor había fallecido, hacía una semana.

¡Ah! ? exclamó La Fontaine -. No creí que hiciese tanto tiempo.

V I E R N E S

Don Pedro de Alvarado fue, quizá, de todos los españoles que se lanzaron a la conquista de las Indias occidentales quien más empleos y ambiciosos proyectos forjara. Espíritu inquieto y batallador, había realizado la conquista de tres reinos riquísimos; pero insaciable, después de fracasarle la armada que construyó para disputar el imperio a los Almagro y Pizarro, organizó una nueva que partió para las islas de la Especiería con las que soñaban los más audaces aventureros.

Camino de tan loo empeño, al pasar por las costas de México, solicitó su auxilio un grupo de españoles que estaba cercado por los indios. Alvarado, sin titubeos, hizo un alto en la empresa que le llevaba por aquellos mares y acudió en ayuda de los sitiados, sucumbiendo a poco, arrollado por un caballo desbocado, en oscura lucha. Cuando al recogerlo, mal herido, le preguntaron qué era lo que más le dolía, se limitó a responder: ¡El alma!

S Á B A D O

Viajar gratis, leer gratis y asistir gratis a los espectáculos son aficiones extraordinariamente generalizadas, y hay muchísima gente que lo procura, y aun alguna se cree ofendida y rebajada en su natural importancia si no consiguiese viajar con billete de favor (cuando menos a mitad de precio), si los escritores conocidos no le regalaran los libros que publican, y si logran ver las funciones teatrales sin tener que entenderse con los taquilleros.

Esto ha sido fruta de todos los tiempos. Fournel habla de la mucha gente que en el siglo XVII se atribuía el derecho de entrar gratuitamente en los teatros y se refiere al gran número de casos en que se riñeron verdaderas batallas entre los porteros y los que pretendían entrar gratis.

Los desórdenes sangrientos ? dice ? se repitieron con frecuencia por las mismas causas. Asaltaban las puertas, y los porteros en más de un caso fueron muertos después de haber tendido en tierra a algunos de los asaltantes. Un día un actor que era muy valiente se opuso a una de aquellas invasiones espada en mano desafiando a los atropelladores y supo, uniendo la destreza al valor, hacerse temer de los espadachines y poner término a aquellos frecuentes disturbios. Muchas personas además de las gentes de la casa del Rey, querían atribuirse el derecho de no pagar la entrada ocasionando riñas continuas. Hay quien dice que para el cargo de portero era preciso elegir siempre un bravo capaz de andar a estocadas a cada instante.

Y D O M I N G O

Un hombre no es más que un instinto adulterado por una inteligencia. LUIS MARÍA MARTÍNEZ

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