Me llama fuertemente la atención la forma en que muchísimos mexicanos se lamentan que el futuro es incierto, difícil y negro. El razonamiento es simplista: “No hay opciones”. Pero no se están refiriendo a que los mexicanos no seamos trabajadores. Mucho menos a que nos caracterice la falta de creatividad o inventiva. No es una medición de nuestro undécimo lugar mundial por nuestra generación de PIB.
Por supuesto que no se trata de problemas de capital o de generar oportunidades para atraer inversión extranjera. Es un juicio que nada tiene que ver con nuestras altísimas reservas internacionales y menos aún, con la baja inflación.
“No hay opciones”, es una afirmación que no se refiere a falta de minerales o hidrocarburos, tampoco a no contar con atractivos turísticos, playas blancas, montañas nevadas, bellos lagos o enigmáticos desiertos. Hay que descartar que se refiere a que nuestra flora y fauna sea la cuarta más importante del planeta en su biodiversidad.
No se refiere a que aquellos mexicanos que salen de nuestro territorio se olviden de enviar a sus familiares recursos para vivir, que se transforman en importantes remesas para nuestra economía. Obvio no describe que tengamos un territorio pequeño o carencia de costas. Sería torpe pensar que lo que describe es una población reducida en tamaño o vieja en edad, ya que los próximos 15 años, seguiremos gozando del conocido “bono demográfico”.
“No hay opciones” no se refiere a los fundamentos básicos de la economía, ni a la gradual disminución de la pobreza extrema. Ni remotamente hace referencia a la generosidad de un pueblo con sus hermanos en desgracia. Tampoco a una sociedad pobre en expresiones artísticas y culturales.
Es simplemente, una expresión que se refiere a los candidatos a la Presidencia de la República. ¿Para qué queríamos instituciones democráticas? ¿Para qué sepultar el presidencialismo con poderes metaconstitucionales? ¿Para qué empoderar a la ciudadanía? ¿Para salir corriendo si no tenemos un presidente fuerte? Esa actitud es algo patética. Cuando escucho esa aseveración “No hay opciones” y tengo que soportar la cascada verbal de lamentos sobre lo complicado del futuro patrio, me pregunto: ¿qué edad tendría México si lo comparáramos con un ser humano? Y me respondo: diez u 11 años, a lo sumo 12, porque el desánimo de las personas es semejante al miedo, la depresión y la angustia de un niño que queda huérfano, pero no la seguridad, el arrojo y la determinación de una persona madura que toma en sus manos la responsabilidad del futuro de su familia...
El ánimo nacional depende de quién sea el próximo presidente y se olvida de todo lo que somos, de todo lo que tenemos, de todo lo que podemos ser y de todo lo que podemos tener. Se olvida que las carencias se pueden y deben suplir por la ciudadanía, por las empresas, por las organizaciones civiles y por los individuos.
En la cultura política nacional sigue viéndose al presidente como el tlatoani, pero no nos ponemos a reflexionar ¿cuál es el poder real de un presidente? La respuesta nos puede sorprender.
En el terreno económico, más de 80 por ciento del presupuesto federal ya está comprometido o asignado mediante fórmulas legales, de manera que no puede influir significativamente en su orientación, el Congreso de la Unión es quien decide en materia fiscal y el Banco de México tiene el monopolio de la política monetaria.
En el terreno internacional, la diplomacia cada vez es menos significativa para el futuro del país y son las empresas, las personas y las organizaciones académicas y civiles las que definen el rumbo de nuestro perfil nacional en la globalización.
En el terreno social se hace cada vez más evidente la participación de organizaciones civiles en la solución de problemas, al tiempo que las empresas se percatan de que hacer negocios en “la base de la pirámide” es el futuro del comercio mundial, con lo que la marginación cada vez se acerca más a un espacio de oportunidades de desarrollo.
En el terreno legal, contamos con un Congreso que, lenta pero irreversiblemente, aprende a legislar y a utilizar su capacidad de iniciativa. En el terreno político, lo que deja de hacer el presidente lo hace alguien más.
En el terreno científico y tecnológico, nunca ha sido el Estado precisamente el impulsor central del desarrollo.
En el terreno administrativo cada vez es más distante la gestión de un segundo nivel de Gobierno de su cabeza. Un presidente limitado puede ser suplido por un buen Gabinete. No digo que no se necesite mando presidencial. Es en materia de seguridad pública, de infraestructura básica y de servicios públicos las áreas en donde la ausencia de mando federal lo complica todo, pero aún ahí, las carencias pueden ser compensadas por Gobiernos locales. La realidad es al revés. Como hay nación hay presidente, y no, sin presidente no hay nación.
Lo óptimo es tener un buen líder, pero aun sin éste, el pueblo puede seguir construyendo. Pero, sin ánimo nacional, sin compromiso general, sin pasión ciudadana, puede avanzar pueblo alguno. En suma, un presidente puede realizar enormes esfuerzos para apuntalar el desarrollo económico y promover la justicia social, pero si no quiere o no puede hacerlo, México tiene mil oportunidades y millones de actores a la vista para seguir creciendo, construir una sociedad armónica y superar la pobreza. Al tiempo.