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Norte y Sur / Abismos que abre nuestra lengua

Salvador Barros

(Más allá de los resultados formales del Congreso de la Lengua de Rosario, queda pensar en un país que ha perdido lectores. La escuela es central para reparar fracturas culturales y sociales).

Se realizó en Rosario, Argentina hace algunas semanas, el Congreso de la Lengua. Dicen los asistentes mexicanos (Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y otros) que la ciudad quedó muy mejorada, porque la visita de los Reyes de España y otras celebridades provocó una especie de cirugía reconstructiva urbana.

Los diarios transcribieron fragmentos de los discursos pronunciados en las sesiones. En fin, cada uno cumplió con su papel, lo cual ya es bastante porque los primeros pasos de la organización del Congreso hacían temer desenlaces peores. ¿Todo bien, entonces? Yo diría que no. México y Argentina tienen, entre muchas otras similitudes, las de ser un par de países donde, en las últimas décadas, descendió la lectura de diarios y revistas; y donde un chico puede pasar un año en la escuela sin leer un libro completo (y me pregunto también qué libros completos leen muchos de sus maestros). El porvenir de la lengua está todavía unido a la escritura. Todos los demás sistemas de comunicación, en algún punto, remiten a la escritura y a la capacidad de descifrarla. A lo largo de los siglos, sólo las lenguas que se convirtieron en lenguas escritas, que lograron ser leídas y no sólo habladas, se consolidaron como instrumentos poderosos. Tanto en México como en la Argentina, un verdadero abismo separa a quienes se manejan con destreza en la escritura y quienes derivan por las orillas de la semi-alfabetización. Esa fractura entre verdaderas clases socioculturales es más profunda hoy que hace tres o cuatro décadas.

Hoy, no tenemos ninguna seguridad de que un chico aprenda bien a leer y a escribir. La escuela no garantiza ese aprendizaje porque pertenece a una sociedad que tampoco está en condiciones de garantizarlo. Mientras que en muchos países del mundo existe la preocupación de juntar a chicos pobres y ricos en la misma escuela para evitar las desigualdades, en México y en Argentina las consecuencias de la crisis acentuaron, como en demasiados aspectos, una separación entre pobres, sectores medios y ricos. Hay escuelas de acuerdo con cada nivel socio-económico, que se imponen como un destino.

Los dos países tienen guetos culturales y esto echa por tierra cualquier ilusión de democracia en la sociedad. No hay igualdad posible, si las instituciones (y la escuela es fundamental en este aspecto) no compensan las desigualdades de origen. Lo que la escuela no ocupa, es ocupado por los medios de comunicación audiovisual sin contrapeso.

Lejos de las ilusiones del México moderno, es decir del México de la primera mitad del siglo XX, el México de los primeros años del XXI se quiebra a lo largo de líneas definidas por el acceso a todos los bienes, entre ellos, la cultura. Y, en el centro de la cultura, como su corazón y su impulso, está la lengua. El balance de medio siglo deja poco para celebrar. La injusticia cultural y educativa ataca primero a los más débiles (por ejemplo, a los chicos que no comen, que viven en la calle, que han perdido toda idea de futuro), pero también carcome el fallido bienestar de quienes pertenecen a sectores que piensan haberse salvado de lo peor de la crisis.

En este sentido, la crisis no pasó, porque sus consecuencias se han consolidado, han trazado límites precisos y, a lo largo de esas separaciones visibles y tangibles están los que pueden pensar que su futuro no va a ser igual que su presente, y aquéllos cuyo futuro, quizá, sea peor que su presente. No habría que quedarse tranquilos, dado que vivimos en este paisaje habitado por ciudadanos impedidos. Lengua, escritura, razonamiento intelectual, capacidad de ciudadanía, posibilidad de reclamar y buscar una representación: esta secuencia no es una suma de palabras sino una cadena que puede enredar a centenares de miles si sus eslabones están cortados. De la lengua a la política, de la lengua a la justicia, de la lengua a los derechos culturales: no es posible pensar las cosas de otro modo.

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