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Norte y Sur / NARRATIVA SIN TERRITORIO

Salvador Barros

Un crítico español pregunta si existe una narrativa hispanoamericana vigorosa y diversa, que responda a las inquietudes de una comunidad y no sólo a los intereses de los grandes grupos editoriales. En este panorama, el autor rescata a Fogwill, Aira, Bolaño, Rey Rosa y otros pocos narradores.

Pese a que mi actividad como reseñista comienza en el año 1990, hasta 1997 apenas publiqué media docena de reseñas sobre libros de autores hispanoamericanos. No es de extrañar: desde un comienzo, mi atención crítica estuvo dedicada preferentemente a la narrativa hispanoamericana, y la producción editorial en este campo, ayer como hoy, basta y sobra para tener ocupado a cualquier reseñista, por laborioso y prolífico que sea. Por otro lado, hasta mediados de los 90 la industria editorial española se interesaba escasamente por la narrativa hispanoamericana, como no se tratase de autores ya renombrados o muy exitosos. ¿Los motivos? La resaca del llamado boom, sumada al hundimiento de las exportaciones al continente, tuvo por resultado, a finales de los 70, un prolongado desentendimiento -cultural y comercial- respecto a las novedades que pudieran llegar del otro lado del Atlántico. Ya durante la década de los 80, la cultura española, dejándose ganar por la euforia que desencadenó la restauración democrática, vivió un periodo de autoafirmación que apenas dejaba sitio para otra cosa que la propia celebración de sí misma. Nadie quería oír de nuevos escritores mexicanos, argentinos, cubanos, uruguayos, chilenos, fuera de los ya conocidos. Tanto menos si tales escritores, a menudo pertenecientes a países sometidos a dictaduras o con democracias muy deficientes, se empeñaban en reavivar cualquiera de los dos fantasmas a los que la ?nueva? narrativa española de los 80, considerada en conjunto, había resuelto dar la espalda: el de la narrativa política o socialmente comprometida, y el de la narrativa desdeñosamente tachada de ?experimental?.

Hacia comienzos de los 90, sin embargo, las cosas empiezan a cambiar. Lo hacen a consecuencia, en no poca medida, de la consolidación y prosperidad alcanzadas, durante la década anterior, por la industria cultural. Las editoriales españolas, muchas de ellas absorbidas por grandes grupos de comunicación, empiezan a competir, a veces desesperadamente, en la búsqueda de nuevos autores con que abastecer las demandas no tanto de los lectores como de sus propias estructuras comerciales. Se desata de este modo una escalada de adelantos millonarios que obliga a volver la vista hacia Hispanoamérica, en busca de autores menos costosos, no maleados aún por las exigentes interferencias de los agentes literarios; y que obliga a hacerlo con tanto mayor motivo cuanto que el caudal de la ?joven? narrativa española parece agotarse con alarmante prontitud.

El caso es que empieza a incrementarse sensiblemente la presencia de narradores hispanoamericanos en los catálogos de las editoriales españolas. Una presencia que se hace notar muy pronto, y significativamente, en los grandes premios comerciales, sobre todo a partir de la resonancia obtenida por En Busca de Klingsor, de Jorge Volpi. Esta novela, como se recordará, fue distinguida en 1999 con el Premio Biblioteca Breve Seix Barral. Otros sellos editoriales españoles seguirían pronto el mismo camino.

Así las cosas, yo mismo, como seguidor del desarrollo de la narrativa en español, no puedo desentenderme de la situación nueva que se está creando y, sin dejar de hacer el seguimiento de aquélla, resuelvo reorientarme de nuevo hacia el comentario de la narrativa hispanoamericana. Lo hago asumiendo una situación de hecho, pero lo hago también en atención a dos intereses principales, los dos convergentes: por un lado, escrutar -y señalar- rumbos de renovación para una narrativa -la española- mayoritariamente estancada en la más inane convencionalidad; y por el otro, contribuir a la dilatación del foro común de recepción en que sería deseable que actuara y se articulara la narrativa que se produce a una y otra orilla del Atlántico. Un foro cuyo horizonte debería ser, idealmente al menos, el de la lengua; el mismo, por cierto, que ambiciona la industria editorial.

Con esta doble intención, y en la medida de mis posibilidades, abogo como reseñista, a menudo encendidamente, por autores como, por ejemplo, los argentinos Fogwill o César Aira, que se dan a conocer en México con décadas de retraso, y que pertenecen a la franja generacional que más se resintió de las consecuencias de la ya aludida resaca del boom. Abogo también por autores algo más jóvenes, como Roberto Bolaño, el mexicano Juan Villoro o Rodrigo Rey Rosa, que, pese a haber sido publicados en España con alguna anterioridad, apenas habían obtenido la resonancia que merecían; y al mismo tiempo, destaco la novedad que ofrecen autores más recientes como Rafael Gumucio o José Manuel Prieto.

Entre tantas posibles, y salvadas sus diferencias a veces muy grandes, las propuestas de estos y otros autores señalan actitudes y conductas narrativas a veces insólitas, usos y registros estilísticos escasamente cultivados por los narradores españoles. Cabría, por lo tanto, atribuir a su llegada conjunta un efecto, si no perturbador, al menos ?refrescante? de un panorama narrativo que tiende a mimetizarse en función de los éxitos afirmados y los escalafones establecidos. En cierto modo, eso es lo que vino a ocurrir en el pasado con el dichoso boom. Irrumpieron entonces en la narrativa española -y enseguida en la europea- un puñado de escritores que la convulsionaron con sus libros completamente novedosos, alterando decisivamente su desarrollo. Pero lo hicieron en tiempos muy diferentes a los actuales, en todos los órdenes. A tal extremo, que toleran mal las comparaciones. El efecto de choque que tuvo en España la literatura del boom no tiene correspondencia alguna con la muelle recepción que hoy se brinda a los narradores procedentes de la otra orilla del Atlántico. Y los escasos autores hispanoamericanos que obtienen un éxito comparable al que en su momento obtuvieron -y conservan- autores como García Márquez, Cortázar o Vargas Llosa, suelen ser de un calibre notablemente inferior, aparte de no entrañar sus libros novedad alguna digna de ser destacada.

Ignacio Padilla, Gonzalo Garcés, Mario Mendoza, Xavier Velasco, Antonio Skármeta, Zoé Valdés, Laura Restrepo: con novelas que en el mejor de los casos toleran ser calificadas como triviales, estos autores han acaparado en los últimos años premios como el Alfaguara, el Primavera, el Planeta o el Biblioteca Breve, que se cuentan entre los de mayor difusión en el mercado editorial español, y entre los muy pocos -de los centenares de premios que se conceden en España- que alcanzan una cierta resonancia internacional.

El fenómeno admite una doble lectura. En la medida en que es la industria editorial española la que, necesitada de suministros, rastrea la emergencia de nuevos valores; y en la medida en que lo hace para abastecer un mercado ya previamente conformado por unos intereses y unos gustos determinados, su búsqueda se orienta compulsivamente hacia aquello que ella misma está en condiciones de reconocer y de apreciar, y en este sentido tiende a prolongar, sin ampliarlo, su propio criterio ya adquirido.

Por otro lado, los autores emergentes que la industria editorial española se esfuerza por descubrir y captar, deseosos de ser reconocidos por ella, se esfuerzan por conformar sus usos y sus maneras a los gustos y a los intereses de esa industria, cuando no ocurre que ya los comparten naturalmente, debido a los efectos cada vez más abarcadores de la llamada ?globalización? cultural.

Se genera de esta forma un círculo vicioso que consagra la perpetuación de lo ya establecido y deja muy poco margen para la intromisión, dentro de su rueda, de elementos disonantes. Lo cual tiene por efecto reproducir, para la recepción en España de los autores hispanoamericanos, las condiciones de aturdido eclecticismo que ya obran para los españoles; condiciones que se repiten, por cierto, en todos los países a los que la industria editorial española extiende sus tentáculos.

Llegados hasta aquí, conviene relativizar la alarma que todas estas consideraciones parecen destinadas a suscitar. Lo dicho, por ejemplo, a propósito de los grandes premios y el tipo de autores que suelen distinguir, admite ser enfrentado al dato de que un premio quizá comercialmente menos influyente pero sin duda prestigioso, como es el Herralde, haya recaído recientemente en autores como Roberto Bolaño, Alan Pauls o Juan Villoro, y sobre libros que, sea cual sea el aprecio que merezcan, no admiten en ningún caso ser tachados de triviales. Al socaire de la nueva receptividad hacia la literatura hispanoamericana, se han publicado por fin en España, y desde allí han irradiado a otros países, da igual si con retraso, autores como los ya mencionados Fogwill, Aira o, más veterano aún, Ricardo Piglia, y junto a ellos toda una legión de narradores más jóvenes entre los que se cuentan nombres como los de Rodrigo Fresán, Daniel Guebel o Sergio Bizzio (por fijarse ahora únicamente en Argentina, sin duda el país de Hispanoamérica con una narrativa más compleja y más rica, de la que aún quedan sin embargo nombres importantes por ?exportar?, como los de Lamborghini, Libertella o Chefjec). Sin dejar de ser cierto lo dicho más arriba acerca del apocamiento progresivo de determinadas líneas narrativas, se han publicado libros de empeño tan radical, en el orden tanto del lenguaje como de la interpelación crítica de la sociedad de la que surgen, como los de Daniel Sada (México), Pedro Lemebel (Chile) o Fernando Vallejo (Colombia). Y en materia de literatura con vocación explícita de denuncia cabe mencionar libros recientes como Grandes Miradas de Alonso Cueto, o Los Años Inútiles, de Jorge Eduardo Benavides, los dos peruanos; o La Burla del tiempo, del chileno Mauricio Electorat, que sorprendentemente se llevó el penúltimo premio Biblioteca Breve.

No me interesa aquí el enfrentamiento de estos datos con los anteriores. Es más bien la suma imprecisa de todos ellos la que invita a concluir que el incremento innegable de la circulación, entre España e Hispanoamérica, de la narrativa que se hace allá o acá, tiende -por encima o por debajo de todas las excepciones que se quieran señalar- a la progresiva consolidación de, por así decirlo, dos circuitos literarios que actúan superpuestamente. Considerado desde este punto de vista, deliberadamente exagerado, los narradores hispanoamericanos se enfrentarían de forma cada vez más dramática a la alternativa de postularse a sí mismos como escritores para uno u otro de los circuitos señalados, que entretanto irían conformando, de un modo cada vez más contrastado, dos relaciones distintas con la materia con que el narrador trabaja, esa mezcla de realidad, de lengua y de sentido.

En el extremo de esta alternativa se hallaría la de optar por ser un escritor local o un escritor internacional, con el mutuo apartamiento que progresivamente conllevan estas dos categorías. Pero cabría una opción distinta, acaso intermedia: la de articular narrativamente, y dotar de contenido, la inaprensible identidad hispanoamericana. Algo que, planteado así, puede sonar demasiado utópico o voluntariosamente ecuménico, pero que cuenta con un notable precedente: la obra de Roberto Bolaño.

Para describir la poética narrativa de Bolaño, propuse en su día el término extraterritorial. Un término que se enfrenta polémicamente al que, en todo este asunto, amenaza con cobrar un mayor ascendente: el de internacional. La extraterritorialidad como perspectiva desde la cual articular narrativamente una identidad -la hispanoamericana- que surgiría asimismo de un idioma asimismo extraterritorial: tal sería la vía que señalaría la obra de Bolaño, de la que se desprende - y a eso atribuyo su imparable ascendente en todo el ámbito de la lengua y más allá- una respuesta posible a la pregunta en absoluto retórica de qué cosa sea, en la actualidad, un narrador hispanoamericano.

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