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Norte y Sur / SAÚL BELLOW (1915-2005)

Salvador Barros

Releyendo a un clásico del siglo pasado considerado uno de los padres de la narrativa judeo-americana, Bellow deja una obra profunda y compleja, pero igualmente humorística, me dijo Bellow, en cierta ocasión: "En alguna parte de mi sangre judía e inmigrante hay claras huellas de duda sobre si tengo o no tengo derecho a ejercer el oficio de escritor". Con ello venía a indicar que, al menos en parte, esa duda impregnaba su sangre porque "nuestro querido establishment blanco, anglosajón y protestante, integrado mayormente de profesores formados en Harvard", no consideraba que un hijo de inmigrantes judíos estuviera calificado para escribir libros en inglés. Esa gente lo sacaba de quicio. Puede haber sido el precioso don de una cólera adecuada lo que lanzó a Bellow a escribir este tercer libro suyo no con las palabras Soy Judío, Hijo de Inmigrantes, sino muy diferentemente, permitiendo a ese hijo de inmigrantes judíos que es Augie March romper el hielo con los profesores formados en Harvard (y en cualquier otro sitio), decretando rotundamente, sin excusas ni combinaciones de palabras: "Soy norteamericano, nacido en Chicago. Abrir Las Aventuras de Augie March con esas cinco palabras da muestras del mismo gusto por la afirmación que los hijos musicales de los inmigrantes judíos -Irving Berlin, Aaron Copland, George Gershwin, Ira Gershwin, Richard Rodgers, Lorenz Hart, Jerome Kern, Leonard Bernstein- aportaron a las radios, teatros y salas de concierto de Estados Unidos, reclamando su derecho a Norteamérica (como tema, como inspiración, como público) en canciones del tipo de God Bless America, This Is the Army, Mr. Jones, Oh How I Hate to Get Up in the Morning, Manhattan y Ol?Man River, en musicales como Oklahoma!, West Side Story, Porgy and Bess, On the Town, Show Boat, Johnny Get Your Gun y On The I Sing; en música para ballet como Appalachian Spring, Rodeo y Billy the Kid. En los años diez, cuando la inmigración aún estaba en marcha, en los veinte, en los treinta, en los cuarenta, incluso ya entrados los cincuenta, ninguno de aquellos chicos criados en Estados Unidos, cuyos padres o abuelos hablaban yiddish, tenía el más pequeño interés en escribir cosas kitsch sobre villorrios judíos, como ocurrió en los sesenta con El Violinista en el Tejado. La emigración de sus familias los había liberado de la ortodoxia piadosa y del autoritarismo social que constituían una caudalosa fuente de claustrofobia de villorrio, de modo que ¿por qué iban a hacerlo? En un país secular, democrático, nada claustrofóbico, como Estados Unidos, Augie -él lo dice- hará las cosas como yo mismo me he ensañado a hacer, estilo libre. Esta afirmación de ciudadanía inequívoca, indeleble, en la Norteamérica del estilo libre (y el libro de quinientas y pico páginas que la sigue) era precisamente el toque de osadía requerido para abolir las dudas que a alguien pudieran quedarle sobre las credenciales literarias norteamericanas de un hijo de inmigrantes como Saúl Bellow. Augie, muy al final del libro, exclama con su habitual exceso: "Miradme cómo voy a todas partes. Soy una especie de Cristóbal Colón de los que tengo a mano". Yendo a donde sus superiores en pedigree nunca habrían creído que tuviera derecho a ir con el lenguaje norteamericano, Bellow fue, es cierto, el Cristóbal Colón de los nietos de inmigrantes que quisieron ser escritores norteamericanos detrás de él Herzog (1964). El personaje de Moses Herzog, laberinto de contradicción y autoescisión: hombre salvaje y persona seria dotada de un "sentido bíblico de la experiencia personal" y de una inocencia tan fenomenal como su refinamiento, intenso pero pasivo, reflexivo pero impulsivo, cuerdo pero loco, afectivo, complicado, experto en dolor vibrante de sentimiento y no obstante, de una sencillez que desarma, payaso en su venganza y cólera, tonto en quien el odio genera comedia, sabio y enterado erudito en un mundo traidor, pero que sigue a la deriva en el gran estanque del amor infantil, la confianza y el entusiasmo por las cosas (y amarrado, sin remisión posible, a tal condición), enamorado añoso de enorme vitalidad y narcisismo, encantadoramente severo con su propia persona, dando vueltas en el ciclo lustral de una conciencia de sí mismo más bien generosa, y a la vez estéticamente atraído por cualquiera que posea la suficiente intensidad, con una agobiante afición a los matones y los jefes, a los sabelotodo teatrales, al señuelo de su aparente seguridad y a la autoridad cruda de su carencia de ambigüedad, alimentándose de su intensidad hasta el punto de dejarse aplastar por ella, o casi... Este Herzog es la mayor creación de Bellow, el Leopold Bloom de la literatura norteamericana, con una diferencia: en el "Ulises", la mente enciclopédica del autor se transmuta en carne lingüística de la novela, y Joyce nunca cede a Bloom su gran erudición, ni su intelecto, ni su abarcadora retórica; Bellow, en cambio, dota a su protagonista de todo eso, no sólo de un estado de ánimo y una mentalidad, sino también de una auténtica mente. Es una mente rica y de amplia abarcadura, pero turbulenta de problemas, restallante, infestada de agravios e indignación, una mente desbarajustada que, en la primera frase del libro, abiertamente, con buena razón para ello, pone en duda su propio equilibrio, y no en el dialecto de las clases altas, sino mediante la clásica formulación vernácula: "Sí estoy loco como una cabra...". Esta mente, tan vigorosa, tan tenaz, tan abarrotada de lo mejor que se ha pensado y dicho -que va soltando, con elegancia, muy instruidas generalizaciones sobre buena parte del mundo y de su historia-, da la casualidad de que también sospecha de su potencia más fundamental, de su propia capacidad de comprensión. (...) Pero si a Herzog le falla el entendimiento, ¿quién comprende toda esta reflexión, y para qué está ahí? Habría que empezar preguntándose el porqué de tanto pensamiento, y tan desinhibido, en los libros de Bellow. No me refiero a la desinhibida reflexión de personajes como el Tamkin de Carpe Diem, ni tampoco el rey Dahfu de Henderson, Rey de la Lluvia que parecen poner a disposición del lector su paródica sabiduría no sólo para que Bellow se divierta inventándola, sino también para crear un segundo ámbito de confusión en las mentes de los protagonistas, ya suficientemente confundidos por su propia cuenta. Me refiero, más bien, al casi imposible empeño que marca tan fuertemente la obra de Bellow como la de Robert Musil y Thomas Mann: el empeño en impartir narrativa dotada de mente y también en hacer que el funcionamiento de la mente se constituya en dilema central del protagonista: pensar, en libros como Herzog, en el problema de pensar El Legado de Humboldt (1975). Es, con mucho, la más descabellada de las novelas radicalmente humorísticas, eufóricas, disparadas en todas direcciones al mismo tiempo y que se materializan en los momentos cumbre de las alternancias temperamentales de Bellow, esa música de las egósferas que son Augie March, Henderson y Humboldt, y que Bellow emite más o menos periódicamente, alternándola con sus novelas más oscuras, las de escarbar en los basurales, como La Víctima, Carpe Diem, El Planeta de Mr. Sammler y El Diciembre del Decano, en las que el abrumador sufrimiento que las heridas generan en los personajes principales no recibe un tratamiento ligero ni por parte de quienes lo experimentan ni por parte del autor... Humboldt es la más descabellada, con lo cual también quiero decir la más descarada de las comedias, la más enloquecida y carnavalesca, el único libro de Bellow abierta y gozosamente libidinoso, y desde luego, la más temerariamente cruzada fusión de notas dispares, y ello por una razón paradójicamente convincente: el terror de Citrine. ¿A qué? A la mortalidad, a tener que enfrentarse (a pesar de su éxito y su gran eminencia) con el destino de Humboldt. Por debajo del vehemente compromiso del libro con el enmarañamiento, el atracón, el robo, el odio y la destrucción del mundo en ciernes de Charlie Citrine, por debajo de todo, incluso del modo centrífugo en que está narrado el libro -y expuesto con suficiente claridad en la ansiedad de Citrine por metabolizar el desafío a la extinción contenido en la antroposofía de Rudolf Steiner-, está el terror a la muerte. Lo que desorienta a Citrine es también lo que parece relegar el decoro narrativo al día del juicio: el miedo pánico al olvido, el viejo horror a la muerte, el de siempre, el de todo el mundo.

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