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Norte y Sur

Salvador Barros

(Primera de dos partes)

"La pasión de Susan Sontag"

La obra de Susan Sontag (1933-2004) ocupa un lugar central en la literatura del siglo XX.

La inteligencia alerta, la sutileza que deslinda la diferencia y la originalidad, la curiosidad infatigable; el repertorio vivo de una vasta herencia, la sensibilidad ante lo excéntrico y lo excepcional, la disolvencia de la superioridad jerárquica de la "alta" cultura sobre la cultura "popular". El tránsito de la modernidad a la vanguardia, las obligaciones de la disidencia moral y política, la alternancia entre el ensayo y la ficción. El sentido sensual y hedonista del placer estético -en vez de su valor "edificante" o constructivo-, tan cerca de su estimado Roland Barthes; el pensamiento como una indagación y un ejercicio sin cortapisas; los signos y expresiones del siglo XX, un panorama que tiende puentes universales, vasos comunicantes: de la literatura a las artes, de la libertad a la imaginación -a su potencia transgresora y crítica.

Ciudadanía internacional

Tales serían algunas de las estaciones que definen el destino y la obra de Susan Sontag (1933-2004), imantadas por una visión integradora (y a la vez discontinua), en un mosaico de expresiones culminantes -concentradas en Europa y Estados Unidos-, sin despegarse de la sólida formación clásica, encauzada hacia lecturas y motivos heterodoxos, novedosos y postmodernos, con una percepción afinadísima de las señales que definirían el llamado "espíritu del tiempo".

Por lo demás, la Europa que interesa a Sontag no se confina a las metrópolis ni a las catedrales de la civilización francesa o alemana, por decir algo. Advierte que la máxima vitalidad del continente se desarrolla en Europa Central y del Este: un conjunto multiétnico de naciones pequeñas y diferenciadas, capaces de comunicarse entre sí con libertad y compartir sus experiencias, "su inmensa madurez cívica y densidad cultural, que han sido consumadas al costo de tanto sufrimiento y privación". Lo cual explica en parte su solidaridad a toda prueba y su oposición militante contra el sitio de Sarajevo, ejecutado por el "fascismo serbio" (de hecho, en apoyo al pueblo bosnio, Sontag aceptó la invitación para dirigir una obra de teatro en Sarajevo, con actores locales y bajo condiciones precarias, entre los embates del fuego serbio; eligió montar la obra de Samuel Beckett, Esperando a Godot).

Ante la Europa del gran arte y la seriedad ética, "de los valores de la privacidad y la introspección", del discurso singular -en vez del homogéneo-, esa Europa que "existe todavía" en un territorio que disminuye, Sontag anticipa que "números crecientes de sus ciudadanos y partidarios se verán a sí mismos como emigrados, exiliados y extranjeros". Se trata de su ensayo sobre La Idea de Europa, donde ella misma refiere su origen judío-europeo -sus bisabuelos emigraron a Estados Unidos, hacia el final del siglo XIX, desde lo que hoy es Polonia y Lituania-; una ascendencia fortalecida y matizada por el hecho de "no pensar en lo que Europa significa para mí como estadounidense. Pienso en lo que significa para mí como escritora, como una ciudadana de la literatura -que es una ciudadanía internacional".

Las obras y las fuentes

Más que a la ficción -que demanda un capítulo por separado-, buena parte de su influencia y magnetismo se debe a su obra ensayística, expresada en títulos emblemáticos y libros de culto para muchos de sus lectores: tres compilaciones de temas diversos Contra la Interpretación (1966), Estilos de la Voluntad Radical (1969) y Bajo el Signo de Saturno (1980). Además, La Enfermedad Como Metáfora (1978), donde plantea una reflexión en torno a la tuberculosis y el cáncer, con su carga "romántica", "metafórica", agobiante, así como su espectro ideológico y social; años más tarde, amplía su enfoque ante la emergencia de la nueva pandemia, en El Sida y sus Metáforas (1989). De modo semejante, su libro Sobre la Fotografía (1977) tendría continuidad en un título publicado en 2003, Ante el Dolor de los Demás, donde retoma el debate sobre la exposición desmesurada -con los medios actuales- de las imágenes de los desastres y la guerra, y desde luego las formas en que son percibidas -la indignación, la solidaridad, la apatía, la indiferencia. Su recopilación de ensayos más reciente, que se puede traducir de manera provisional como Donde se Halla el Énfasis (Where the Stress Falls, Nueva York, 2001) rescata el ensayo que se presenta más adelante, Cien Años de Cine, donde Sontag regresa a la seducción de la pantalla como la forma predilecta de su caleidoscopio. Ya en Contra la Interpretación se había ocupado del cine de Robert Bresson; de Jean-Luc Godard y Vivir su Vida (que distingue como "extremadamente compleja" en términos intelectuales y estéticos); Alain Resnais y Muriel; además de un balance, fechado en 1965, sobre La Imaginación del Desastre que analiza en las películas de ciencia ficción y de terror durante la primera mitad -y poco más- del siglo pasado: una tendencia donde nota el acecho de "las ansiedades más profundas acerca de la existencia contemporánea".

En el apartado final de Donde se Halla el Énfasis, Susan Sontag se permite algunas consideraciones sobre sí misma y su trabajo, por ejemplo en el prefacio que escribe para ser traducido y publicado en la reedición española de Contra la Interpretación (Alfaguara, 1996). Bajo el título de Treinta Años Después, ofrece una ventana idónea para seguir -al menos en parte- las bases de su sensibilidad, su trayectoria y formación como escritora (de ahí provienen los fragmentos citados enseguida). Al revisar sus aficiones y pasiones, la joven Sontag es evocada en el tránsito de sus veinte a sus treinta años, es decir, la etapa en que escribió los ensayos reunidos en Contra la Interpretación, que establecieron -con un solo golpe de dados- su prestigio intelectual e internacional (cito en extenso):

?...Había llegado a Nueva York al principio de los años sesenta -ansiosa por poner a trabajar a la escritora que, desde la adolescencia, yo me había empeñado en llegar a ser. Mi idea de una escritora: alguien interesada ?en todo?. Había tenido siempre intereses muy diversos, así que me resultaba natural concebir de esta manera la vocación del escritor, y razonable suponer que semejante fervor encontraría más espacio en una gran metrópolis que en cualquier variante de la vida provinciana, incluidas las excelentes universidades a las que asistí. [...]

El cambio radical por el que opté para mi vida, un cambio incluido en mi mudanza a Nueva York, es que yo no me iba a establecer en la academia: instalaría mi tienda de campaña fuera de la seductora y pétrea seguridad del mundo universitario. [...] Las libertades que compartí, los ardores que defendí, me parecían -y me parecen todavía- de lo más tradicional. Me concebía a mí misma como una guerrera recién troquelada, en una batalla muy antigua: contra el filisteísmo, contra la superficialidad ética y estética. Nunca pude imaginar que tanto en Nueva York, a donde llegué a vivir al cabo de mi largo aprendizaje académico (Berkeley, Chicago, Harvard), así como en París, donde había comenzado a pasar los veranos, con asistencia diaria a la cineteca, ocurrían las primeras palpitaciones de un periodo que sería considerado de una creatividad excepcional. Nueva York y París eran tal como lo imaginé: plenas en descubrimientos, inspiraciones y en la idea de lo posible. La dedicación, osadía y ausencia de venalidad en los artistas cuya obra me importaba eran -en fin- como se supone que debían ser. Pensé que era normal que nuevas obras maestras surgieran cada mes -sobre todo en forma de películas y funciones de danza, aunque también en el mundo del teatro alternativo, en galerías y espacios improvisados de arte, en la escritura de algunos poetas y algunos autores de prosa más difíciles de clasificar. Tal vez flotaba sobre una ola. Yo pensé que volaba, que miraba desde lo alto y algunas veces bajaba en picada para observar en detalle.

Tenía tantas admiraciones: había tanto que admirar. Miraba alrededor y advertía la importancia de algo que nadie consideraba. Tal vez yo estaba bien preparada para ver lo que veía, entender lo que entendía, en virtud de ser libresca, por mi eurofilia y la energía que desplegaba en busca del rapto estético. No obstante, en un principio me sorprendió que a la gente le resultara ?nuevo? lo que yo decía (no era tan nuevo para mí), que fuera incluida en la vanguardia de la sensibilidad y, desde la publicación de mis primeros ensayos, acreditada por establecer un gusto. [...]

Las obras contemporáneas que yo elogiaba (y usaba como una plataforma para reimpulsar mis ideas sobre la creación del arte y la conciencia) no demeritaban para mí la gloria de lo que yo había admirado mucho más. Disfrutar la energía y agudeza impertinente de una especie de performance -los llamados happenings- no hacía que me importaran menos Aristóteles y Shakespeare. Yo estaba -y estoy- por una cultura pluralista, polimorfa. Si tuviera que elegir entre los Doors y Dostoyevsky, entonces -por supuesto- elegiría a Dostoyevsky. Pero ¿tengo qué elegir?

Para mí, la gran revelación fue el cine: me sentí marcada en particular por el cine de Godard y de Bresson. Escribí más sobre cine que sobre literatura, no porque amara más a las películas que a las novelas sino porque amaba más a las nuevas películas que a las nuevas novelas. Me resultaba claro que ningún otro arte se practicaba entonces de un modo tan extensivo y con un nivel tan alto. Una de mis realizaciones más felices durante los años en que escribí los textos reunidos en Contra la Interpretación es que no pasó un día sin que yo viera una, y a veces dos o tres películas. La mayor parte de ellas ?antiguas?. Mi fascinación por la historia del cine sólo reforzó mi gratitud hacia algunas películas nuevas que (junto con mis favoritas de la época muda y los años treinta) vi una y otra vez: así de apasionantes eran para mí su libertad y la inventiva de su método narrativo, su sensualidad, seriedad y belleza. [...]

No es sólo que los sesenta han sido repudiados y el espíritu disidente sofocado, convertido en objeto de nostalgia intensa. Los valores cada vez más victoriosos del capitalismo consumista promueven -imponen, a decir verdad- las mezclas culturales y la insolencia y defensa del placer que yo defendía entonces, con razones diferentes por completo. [...] Lo que yo no comprendía (sin duda no era la persona adecuada para comprenderlo) es que la seriedad misma daba los primeros pasos hacia la pérdida de su credibilidad en la cultura en general, y que algo del arte más transgresivo que yo disfrutaba habría de reforzar transgresiones frívolas, tan sólo consumistas. Treinta años después, el aniquilamiento de los criterios de seriedad casi se ha consumado, con el ascenso de una cultura cuyos valores más inteligentes y persuasivos provienen de las industrias del entretenimiento. Ahora, la idea misma de la seriedad (y la honorabilidad) parece exótica, carente de realismo para la mayoría de la gente, y cuando es tolerada -en una decisión arbitraria, temperamental- es probable, también, que parezca nociva". (Continuará).

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