El futuro nos alcanzó sin haber construido el proyecto para detener el creciente deterioro que la sociedad ha experimentado en los últimos años. El tejido social se rompió, los paradigmas cambiaron, el ingreso se polarizó y se perdió la capilaridad que caracterizó a nuestra población durante varias décadas y permitió el ascenso de los grupos populares que integraron una fuerte y progresista clase media.
El Gobierno impulsó la comunicación carretera por todos los rumbos del país; consolidó, en alianza con sindicatos y empresarios, un sistema de salud y seguridad social que fue modelo en Latinoamérica; abatió los altos índices de mortalidad y expandió la esperanza de vida de casi todos los habitantes.
También impulsó un proyecto educativo que permitió alfabetizar a 90 por ciento de los mexicanos y preparar, en instituciones públicas de enseñanza superior, los recursos humanos que transformaron el México agrario en urbano e industrializado. Aún con rezagos y errores, la sociedad mexicana vivió décadas de expansión económica y de creciente bienestar del sector salarial; las brechas se iban cerrando paulatinamente entre los sectores altos y los menos favorecidos por una más equitativa distribución del ingreso. A pesar de las altas tasas de natalidad experimentadas en el pasado, la esperanza de progreso familiar e individual se convirtió, la mayoría de las ocasiones, en realidad al alcance del esfuerzo de trabajadores, profesionistas, comerciantes y prestadores de servicios.
En algún momento se frenó la distribución de la renta nacional, los ricos se empezaron a hacer más ricos, se canceló la capilaridad social que estimulaba el trabajo y la preparación de los mexicanos, disminuyó la calidad de los servicios de salud, apareció el desencanto de quienes abrigaron expectativas de alcanzar un nuevo estatus. La ola antiestatista se apoderó de la élite gobernante y no se apreció la necesidad del Estado indispensable.
A cambio, nos engolosinamos con la democracia, la que no supimos transformarla en eficacia, cuando menos hasta ahora. Las expectativas se diluyeron ante la desesperación de compatriotas que tuvieron que refugiarse en la economía informal. En el campo la emigración no ha cesado, expulsamos fuerza de trabajo para la que no hay futuro en su propia tierra. La política no ha servido para empujar un proyecto nacional que incluya las modificaciones necesarias para acceder a un cambio que varíe la ingrata realidad de la mitad de quienes habitan este país. Con el pasado como obsesión, unos no reconocen las enormes mutaciones que hubo en México en décadas pasadas; otros se niegan a emprender las innovaciones que el país requiere para modernizarse; otros más, con el deseo de cambio, pero con la intransigencia propia de su falta de oficio político impiden la construcción de consensos o de mayorías que empujen las reformas.
Se ignora, o trata de ignorarse, la existencia de un Gobierno famélico por la escasez de sus ingresos, que sólo vive preocupado de las principales variables macroeconómicas y de los resultados de las encuestas. La élite gobernante, enfrascada en permanentes enfrentamientos, tanto en los poderes federales como en los locales, genera la incongruencia que es pan de todos los días y carece de la coordinación indispensable porque no hay quién la coordine.
Cualquiera que sea el origen del próximo Gobierno habrá que efectuar las reformas de fondo para combatir la pobreza con eficacia. No es posible aspirar al esfuerzo productivo en el diario intercambio de dimes y diretes entre los principales actores políticos. Es preciso dejar de lado en el Congreso y en la acción electoral las alianzas coyunturales que desplazaron principios e ideologías. Hemos desvirtuado la esencia del régimen presidencial sin acceder a un régimen parlamentario o semiparlamentario. El resultado ha sido la parálisis de las instituciones. El optimismo que publicita el titular del Ejecutivo ya no engaña a nadie.
Avanza el encono entre los diversos sectores de la población. Ante los pobres se exhibe el lujo y chabacanería del pequeño sector de privilegiados. La meritocracia quedó sepultada ante la falta de oportunidades para subir en la escala social y económica. En los negocios y en la política revive un nepotismo que margina a quienes no son dueños del capital o no integran las élites dirigentes.
Por otro lado, el esfuerzo nacional se distrae de los temas importantes. Se abandona la posibilidad de emprender reformas vitales en los próximos dos años y la atención se centra en las elecciones de 2006. Los tres grandes partidos están divididos y la lucha es hacia adentro y hacia fuera. El Gobierno no hace política sino rabietas. El país marcha sin brújula y la economía depende del crecimiento en Estados Unidos y del precio del crudo que exportamos.
Aún podemos avanzar, con voluntad política de todos los actores, en la reforma hacendaria, la energética, la educativa, la laboral, la del Estado; pongamos los cimientos para la construcción de un México más justo, con viabilidad futura y soberanía en el marco del mundo globalizado del que no podemos sustraernos.