¿A qué sabe, a qué huele la Yerbabuena? A jazmines andaluces cuando se prende la noche; a la filigrana de los perfiles en el girar saleroso de unas sevillanas; al brillo de las lágrimas en el bellísimo rostro de la Macarena; al dolor inmensurable del Cristo del Gran Poder; a la erguida silueta de la Giralda resaltando entre los encajes góticos de la Catedral; a los primeros rayos de sol que tímidamente van descubriendo los muros y las cúpulas de la Alhambra; a los inquietantes y mágicos bosques de columnas alineadas geométricamente en el oscuro interior de la Mezquita de Córdoba; a las bulliciosas sonrisas y a las miradas seductoras que contagian el ambiente de la Feria de Sevilla; al acompasado trotar de los caballos y los carruajes; al taconeo rítmico e interminable de los tablaos; al gemido doloroso y nostálgico de las saetas lanzadas al cachorro; a los piropos que enjoyan la belleza y la tristeza de la Virgen de Triana a su paso por las calles; al saleroso meneo de las chicas que pasean por la calle de Sierpes; al fresco y lozano batir de las alas de las palomas en las plazas y los parques; al eterno colorido de los geranios asomándose entre los barrotes de las rejas de portales y ventanas; al temblor de los besos robados en escondrijos y en los oscuros rincones de un parque; al serpenteante y empedrado fluir de las callejuelas por el barrio de la Judería; al rojizo sangrar de los toros sacrificados en el ruedo en una tarde dominical; al oloroso y plácido recibimiento del Patio de los Naranjos en primavera; al acompasado batir de las palmas enroscadas entre los lamentos de un canto que suena a plegaria, o quizás a llanto contenido y que se desahoga paulatinamente al sonoro tronar de las castañuelas, al vuelo de las faldas y al chasquido de los dedos; a las verdes estrofas de García Lorca que resuenan como un eco; al lánguido deslizarse de los dedos entre las cuerdas de una guitarra; al suave abrirse de los pétalos de las rosas en los jardines del Generalife bajo el rítmico cantar de sus fuentes; a las promesas y susurros de amor en las eternas historias de los encuentros y los desencuentros; a los quejidos desbordantes de pasión; al cadencioso descender de un sol dorado sobre el Guadalquivir al final de la tarde...
A eso y mucho más es a lo que huele y sabe la Yerbabuena. Su nombre es Eva, igual que la primera mujer de la Biblia, la primera mujer que descendió al mundo en donde al igual que ella, los humanos hemos aprendido a experimentar las primeras tentaciones y pasiones, hasta ser expatriados del Paraíso. Eva Yerbabuena con su grupo de cantaores, bailaores, bailaoras y músicos, trajo a La Laguna en noches pasadas, esa fresca y nostálgica brisa convertida en vendaval andaluz, como si se tratara de un recorrido histórico y fantástico deslizándose por entre el ramaje de alguna parte de nuestro árbol genealógico. Al igual que una especie de sueño mágico, no deseábamos que terminara nunca; como si se tratara de una premiación de las pasiones humanas que nos envuelven y nos sacuden constantemente a la vera del camino; como una alucinación específica que surgió de entre la oscuridad y las tinieblas de la profundidad de nuestros arquetipos, ésos que habitan y permanecen paralelamente en nuestras entrañas y nuestro corazones, o en nuestras almas y nuestras mentes.
En la eterna lejanía del tiempo y del espacio, esa primera mujer, esa Eva, escucha la música que se escapa de un gramófono, una melodía hipnótico que la despierta, que la conmueve y la estremece hasta cimbrarla al hechizo de su ritmo. Una melodía que la hace perderse en los enloquecidos y apasionados vaivenes de su propia cadencia, en el fluir de su cuerpo que se mece y se desata a los acordes, mientras sus manos vuelan como mariposas ácidas y fugaces, y sus pies persiguen una tras otra las rapidísimas notas de la melodía, traducidas en un taconeo que se pierde bajo las plantas de los pies, para dibujarse en el escenario. Eva es el duende, ese duende que enciende la música, el suave o el feroz taconeo, el tañido de las guitarras, el rasgar de las cuerdas, el lamento de las gargantas, el sonar de las percusiones al roce de las telas que giran interminablemente, el lánguido o el acelerado abrir y cerrar de los abanicos, el acompasado frotar de los vestidos, el elegante y refinado girar de las muñecas, con dedos que se retuercen y se enarbolan al aire cual palomas o colibríes inquietos, para acomodar su vuelo al hipnótico ritmo de las melodías. Prisioneros en túneles de luz, surgen y se avivan los masculinos lamentos desde los huecos ojerosos y desencajados de la palidez de sus rostros, con esas oscuras fuerzas de quejidos desangrándose en dolor y en pasión, que a la vez reclaman o claman perdón, exigen o amenazan, enamoran y seducen.
Atrás al fondo, desde las tinieblas y las brumas de un escenario cósmico e intangible, los guitarras, al flautista (un instrumento poco común para un concierto flamenco), el percusionista y los cantaores, aparecían y desaparecían en ese mundo musical entre alucinante y fantástico, tan semejante a las fronteras que se nos dan como espacios confusos entre la vigilia y el sueño. Lo masculino y lo femenino se enlazan, se combinan, se cruzan, se oponen, se contrastan y se complementan en el escenario, como un coro griego en movimiento que anuncia el nacimiento, el desarrollo y el desenlace de todos los dramas humanos, de esos dramas tan arcaicos a los que nos empujan las pasiones, suavemente, impulsivamente, rabiosamente, lánguidamente. Esos dramas en los que estamos inmersos constantemente y hasta cotidianamente, porque forman parte de nuestra esencia. Ese coro griego permanece, se expande y se hace profunda e hipnóticamente presente en el escenario, sin titubeos, sin parpadeos, hasta incorporarse rítmicamente en la profundidad de nosotros mismos. Se dispersa en un maravilloso equilibrio de movimientos finamente coordinados que al deslizarse, avanzan, o retroceden para estremecerse una y otra vez, para lo mismo aparecer y desaparecer entre las penumbras y las sombras, mientras las pasiones, los lamentos, las palmas, el rasgar de las guitarras, el dulce silbido de la flauta, el rugido voraz del taconeo o el ondulado rozar de las presencias marca el ritmo que las dirige. Las manos, los pies, las almas y los corazones se unen bajo la fuerza del taconeo hasta llegar al clímax, al orgasmo, al ascenso máximo de las pasiones entretejidas y mezcladas en esos eternos dramas que repetimos los humanos cíclicamente. Los dramas universales, los que hemos heredado de los héroes griegos, los que nos transmiten nuestros arquetipos que al igual que sombras sigilosas se esconden y desaparecen detrás de nuestras propias sombras. (Continuará).