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Nuestra Salud Mental / Puentes a Cruzar en San Francisco

Dr. Víctor Albores García

(Sexagésima sexta parte)

La culpa en México suele tener esos juegos y vaivenes, en los que oscila de un extremo a otro en una línea continua, columpiándose desde las posiciones más sencillas hasta aquéllas en las que llega a alcanzar piruetas de alturas insospechadas y dimensiones complejas y exageradas como cualquiera de las otras pasiones. Se puede tornar avasalladora y desbordada hasta alcanzar en cada sujeto esos mismos niveles primitivos de penitencia, castigo y autoagresión o mutilación, incluido el suicidio, niveles que se mencionaron en la columna pasada, de los que con frecuencia nos llegamos a enterar a través de los medios de comunicación, como episodios o experiencias muy bizarras y aparentemente fuera de nuestra realidad cotidiana. Niveles de castigo demasiado primitivos y bárbaros que reflejan precisamente la intensidad de tal pasión, y que obviamente se derraman más allá de los límites de la realidad para entrar en el terreno de la locura. Se trata de castigos y sacrificios difíciles de comprender y describir, pero que a pesar de todo forman parte de la experiencia humana. Se trata de experiencias que se han vivido muy intensamente en el pasado durante diversos períodos de la historia, pero que siguen formando parte de nuestro presente, adjudicados de una manera u otra a la magia negra, a la brujería o al demonio, sea como imágenes sumamente complejas o simplistas, pero que al fin y al cabo han surgido como representaciones folclóricas de esa visión del mal en su lucha contra el bien. Naturalmente, que en la mayoría de los casos el mal está proyectado hacia el exterior, como elementos ajenos a nosotros y por lo mismo fuera de nuestros alcances y controles.

En el otro extremo, en completo contraste con la culpa como pasión, encontramos la pasión por la ausencia de culpa, sí es que pudiéramos tomar en cuenta y aceptar un concepto semejante. Ese estilo de nebulosidad entre la oscuridad y la claridad con el que hemos sido educados y con el que consecuentemente hemos desarrollado nuestro sistema de valores dentro de la cultura, permite precisamente ese tipo de oscilaciones desde un nivel natural o sencillo de sentir la culpa, para moverse después en cualquiera de otras dos direcciones. Por un lado en dirección de aquella culpa pasional, primitiva e instintiva a la que nos referimos en el párrafo anterior. Por otro lado, se encuentra la de ese vacío de culpa, perteneciente a un modelo de conciencia moral semidesarrollado, a medio construir, en el que la culpa se encuentra fragmentada, desgarrada o agujerada, o inclusive como una especie de culpa inexistente, pero que se yergue también como una pasión opuesta, y a la vez tempestuosa. Ese tipo de culpa al revés si asimismo pudiéramos llamarla, está presente en ciertos individuos o igualmente en algunas instituciones que comparten rasgos similares. En ellos predominan aquellos territorios en los que precisamente existe una mayor nebulosidad con una insuficiente claridad para distinguir esas normas que les señalan los conceptos del bien y del mal. Para ellos, tal nebulosidad es mayor, como producto de una especie de ceguera genética, proveniente de su naturaleza por un lado, pero por el otro también como un aspecto importante de la educación recibida desde muy temprano, así como de las circunstancias ambientales familiares y culturales en las que se han desenvuelto.

Se trata de una forma de vida con esas características de confusión y opacidad en cuanto a los aspectos morales, pero que también les es conveniente, puesto que precisamente se convierte en una pasión, que llega a funcionar a la vez como un mecanismo de adaptación que les sirve para sobrevivir en nuestro mundo contemporáneo. Paralelamente se convierte también en un método muy útil para escalar socialmente y lograr un estatus, ganado en la mayoría de las ocasiones a base de abusos, mentiras, actos delictivos, fraudes y extorsiones, elementos que forman parte asimismo de esa extraña e intensa pasión. A ese estilo de pasión, a ese espécimen de culpa al revés, se le podría detectar y señalar desde un lado de la barrera, como una pasión a la que algunos llamarían delincuencia, desvergüenza, desfachatez, descaro, insolencia o cinismo. Y sin embargo, en nuestro país, dicha pasión desde el otro lado de la barrera también se llega a convertir en un objeto de enorme admiración, veneración e inclusive glorificación, rodeada y premiada además con un halo de impunidad y de popularidad, que se presenta implícitamente como el ejemplo y el modelo a seguir. No cabe duda entonces, de que nos encontramos verdaderamente frente a una pasión, puesto que tales sujetos la viven con toda fogosidad y exuberancia, en un arrebato continuo que los arrastra al igual que sucede con cualquiera de las demás pasiones.

Esa pasión por ausencia de culpa florece en ciertos individuos poseedores de estructuras psicológicas frágiles, caracterizados por múltiples carencias provenientes desde sus raíces. Se trata de sujetos que han tenido dificultades para formar vínculos importantes desde su infancia temprana, ya sea por ausencia física o emocional de sus progenitores por un lado, o porque han sido sobreprotegidos exageradamente por madres o padres abrumadores, que les han tratado de facilitar demasiado su desarrollo, pero sin imponer ningún tipo de estructura disciplinaria clara y bien iluminada, en la que se pudieran distinguir esos aspectos del bien y del mal. Todo lo contrario, el sistema de disciplina ha sido oscuro y nebuloso, o muy contradictorio e inconstante, con variaciones ilógicas que han oscilado precisamente entre esa sobreproducción exagerada de darles o hacer por ellos todo lo que piden, lo que tiende a promover la infantilización y sobredependencia, hasta llegar al grado de castigos sumamente agresivos y primitivos, pero sin llevar ninguna claridad o lógica que el niño o la niña pudieran seguir y comprender. La educación se torna pues fragmentada, desgarrada, ilógica, sin constancia alguna, repleta de agujeros y carencias, lo que paralelamente irá formando ese estilo de conciencia moral en estos niños y niñas. Ellos se convertirán naturalmente en los adultos del futuro, los que como apasionados ciudadanos mexicanos ocuparán toda clase de puestos en nuestra sociedad, desde los niveles más inferiores en la escala, hasta aquellas posiciones de gran altura, poder e influencia en el mundo de los negocios, las empresas y las instituciones públicas y privadas. (Continuará).

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