(Sexagésima Séptima Parte)
¿Existirá verdaderamente ese tipo de pasión por ausencia de culpa en México, y en muchas otras sociedades de este planeta, o será ese concepto simplemente el producto de un ejercicio literario para llenar los espacios de una columna dominical? Seguramente que como lectores, todos tienen derecho a preguntárselo; pero por lo mismo, también todos tendrán el derecho de pensarlo, reflexionarlo y responderlo para formar sus propios criterios al respecto. Será importante hacerlo, porque este tipo de pasión nos rodea en una forma tan abrumadora, persistente y difícil de controlar o erradicar, al igual que sucede con la terrible y constante contaminación ambiental que nos asfixia a diario y nos convierte en esclavos de nuestras enfermedades respiratorias, así como de los médicos y de los medicamentos necesarios para luchar contra ellas.
Y sin embargo, al igual que lo hacemos con la contaminación ambiental, en que se nos afirma a través de los medios de comunicación, que tal o cual empresa está bajo el control y la vigilancia de tal o cual Secretaría; que se nos jura que se ensamblan y se echan a andar modernísimos aparatos chupadores de gases, metales, partículas y humos tóxicos y asfixiantes; o que inclusive nos topamos con toda clase de flamantes slogans que nos lo aseguran, desde los muy pequeños en las defensas de los autos, hasta los espectaculares que nos contemplan desde las alturas, la realidad es que seguimos viviendo inmersos en nubes de contaminación de todo tipo. Nos ahogamos, nos intoxicamos, nos enfermamos sea aguda o crónicamente y quizás ni siquiera estamos conscientes de ello, ni de cuáles serán las consecuencias a corto, mediano o largo plazo. Es como vivir una cotidianeidad en la que respiramos estiércol humano, mezclado con otras muchas clases de estiércol y desechos industriales que forman parte de lo que hoy en día representa el precio de vivir en una ciudad en desarrollo y en vías de civilizarse. Se nos alimenta entonces respiratoriamente hablando, con todo aquello de lo que somos capaces de aspirar, con o sin nuestro permiso y lo que es peor, es que por décadas ni siquiera nos hemos percatado de ello, y tal vez tampoco nos ha importado.
Esa pasión por la ausencia de culpa, producto de una conciencia moral desgarrada, agujerada, fragmentada, en un estado primitivo y estancado de desarrollo psicológico, viene a constituirse en los cimientos de eso que llamamos corrupción, producto final del aglutinado de tales pasiones. Con la corrupción, se puede trazar un paralelo a lo que sucede con la contaminación. Vivimos envueltos por ella, de una u otra forma, desde las más insignificantes manifestaciones invisibles a nuestros ojos de ciudadanos involucrados en sus actividades y trabajos, hasta los fraudes y los escándalos más estrepitosos, exagerados e inmorales, dentro de las áreas política, financiera, empresarial, de la administración pública y de tantas otras. Se trata de un tipo de pasión que nos rodea a tal grado en nuestra vida diaria, que igualmente nos abruma, nos asfixia, nos intoxica y nos enferma aguda o crónicamente, sin que tampoco estemos conscientes de ello, ni de sus consecuencias a corto, mediano o largo plazo, puesto que es una parte inseparable de nuestro diario vivir.
Reaccionamos igual que como lo hacemos con la contaminación, al pensar que la podemos erradicar, negar, suavizar, justificar, tolerar; y nos engañamos al creer que también se ha construido una modernísima tecnología para vencerla y extirparla, para chuparla, para desaparecerla, para neutralizarla y limpiar así nuestro ambiente de modo que podamos vivir en el mejor de los mundos felices.
La realidad es que en el fondo estamos hablando de una pasión demasiado intensa, tormentosa, avasalladora, asfixiante, monstruosa y complejísima, porque sus raíces se remontan a la más antigua de las antigüedades en la historia de la humanidad, y que hemos recibido como parte de nuestra herencia cultural occidental. Se trata de una pasión heredada, que puede ser la abuela, la madre o la hija de la corrupción, o quizás todas juntas como un perfecto y bien fundido núcleo familiar; como un sistema que ha sido ensamblado en un estilo delicado, extraordinario y maravilloso, como un engranaje impecable o como un encaje exquisito y refinado que funciona a la perfección tanto en nuestro país, en el que ocupamos uno de los ?honrosos lugares? a nivel mundial, al igual que lo que sucede en muchas otras sociedades en condiciones semejantes.
En México, al igual que en tantos otros países de nuestro enorme y a la vez microscópico mundo globalizado, hemos encontrado la forma de jugar, de retozar y de hacer magia y malabarismos con nuestra culpa, ya que la podemos comprar, subastar o manipular a nuestro antojo. La podemos asimismo cotizar en la Bolsa, o en el mercado de valores, en las arcas públicas o en las privadas, en los juzgados y en los tribunales, en las elecciones, en los sistemas financieros y legales, en las interacciones sociales, políticas o religiosas, de modo que es así como detectamos cuando se ha deteriorado y se vende a la baja o cuando se mueve a la alza, para comprarla o desecharla. Igualmente, somos capaces de devorarla a ?mordidas? para engullirla y digerirla, sea que la procesemos impecablemente sin que nos enferme o que igual nos indigestemos con ella. Con nuestras manos plenas de ingenio y creatividad, cual experimentados artesanos ilusionistas, también somos capaces de darle las formas más encantadoras, elegantes, sofisticadas, coloridas y folclóricas que tenemos a nuestro alcance. En esa forma, la podemos bautizar con cualquier nombre que se nos ocurra, para así cubrirla, disfrazarla y desaparecerla debajo del estilo más talentoso, simpático y ocurrente con que nuestra herencia artística y pasional nos ha dotado. La realidad es que en el fondo, sin importar la elegancia, el ingenio o el talento, esa pasión por ausencia de culpa seguirá llamándose corrupción, emparentada de manera inexorable con esa abuela, madre o hija generadoras o productos terminados de dicha pasión. En realidad, al final de la historia, la pasión por la ausencia de culpa y la corrupción se convierten en sinónimos, en gemelos unidos por el mismo cordón umbilical, productos de los mismos orígenes y herencia. ¿Será acaso por ello que bajo el tan sonado slogan de ?La corrupción somos todos?, nos emparentamos entonces como hijos de la misma madre? (Continuará).