(Sexagésima Noventa Parte)
Paulatinamente nos hemos ido acostumbrando a la corrupción, aprendemos a inhalarla y digerirla como el trago que a la larga, de una forma u otra, todos tenemos que dar. Sabemos que está ahí y a la vez la ignoramos; la vemos sin desear mirarla ni observarla, la oímos fingiendo que se trata de un ruido cualquiera, porque en el fondo realmente no queremos escucharla ni percatarnos de ella. Pero a la vez saboreamos y disfrutamos todo lo que se le cuelga, los rumores y los chismes que emanan de ella, los escándalos de sus hijos predilectos, aquéllos elegidos e iluminados que como figuras públicas cargan con las ventajas y los privilegios de llenar las ocho columnas aunque sea por un par de veces, para así surgir invictos y condecorados, con el usual amparo y los supuestos errores de un sistema de justicia, que convenientemente sólo en ciertos casos se equivoca. Igual sucede con los otros, los que se mantienen en las sombras, los que están más oscuros y escondidos, los que silenciosamente no tienen tanta vida pública, pero que al fin y al cabo llegan a gozar de iguales prerrogativas, siempre y cuando tengan las conexiones o el dinero. Para todos ellos, los números aparecen premiados eternamente, sin siquiera necesitar del Melate o de la Lotería puesto que sus boletos cargan con una garantía ilimitada, que es el equivalente a un cheque en blanco.
Es así como en México a la larga, todo viene a formar parte de ese mismo carnaval, ruidoso y colorido, humorístico e irónico; de ese carrusel de personajes pintorescos, clásicos y folclóricos que se repiten cíclicamente en cada ronda, por semana, por mes o por año, por sexenio o por determinadas temporadas o estaciones del año. Pueden ser los mismos de siempre, a los que les da igual ser vistos y ya ni siquiera necesitan usar caretas para cubrirse, pero hay también los otros, quienes se maquillan y disfrazan porque buscan guardar las apariencias y repetir el paseo sin tener que pagar boleto. Y definitivamente, nunca faltan los novatos y los advenedizos, aquéllos que apenas están gateando, aprendiendo e imitando los primeros pasos, los que buscan probar su suerte por primera vez, para escalar las posiciones. Todos ellos, patéticos o simpáticos personajes de teatro y pantomima, forman parte de nuestra telenovela nacional, para convertirse eternamente en ese objeto predilecto que nos atrae y causa regocijo, porque a mayor o menor dosis, en forma consciente o inconsciente también nos conectamos con ellos. Así los compartimos y los celebramos como elementos básicos de esa siempre inagotable charreada de ?mexicana alegría? que continuamente nos invade y se derrama a borbotones.
De alguna manera entonces, en mayor o menor grado, todos la saludamos y encubrimos, para convertirnos en cómplices; la usamos o permitimos que aparezca; nos encogemos de hombros y le damos la espalda, o inclusive la admiramos y la ovacionamos. Como resulta, surge también la impunidad, otro elemento fundamental que viene a formar parte de esa comparsa, en un matrimonio perfecto y bien complementado con la corrupción. Se trata de la pareja marital de mayor raiting y popularidad en nuestro país, y que por ende, se lleva las fotografías, los reportajes y los titulares a ocho columnas, no necesariamente como repudio, sino como la boda del año, la que causó el mayor alboroto, envidia y deslumbramiento en la sociedad en que vivimos.
Por todo ello, cuando se habla de luchar contra la corrupción a base de titulares acartonados y de slogans repetitivos repartidos por toda la nación, a través de los medios, suena como un método tan eficaz como el de mostrarle la señal de la cruz a los demonios. Se trata de métodos que pecan de excesivamente optimistas, infantiles, cándidos y utópicos, que más bien podrían compararse al equivalente de alguna campaña política dirigida a los extraterrestres. Se presenta como un estilo de publicidad que justifica el simple hecho de tener que hacer algo, para no ser tachados de inútiles, o porque desde su escritorio a alguien se le ocurrió improvisar esta idea, que como tantas otras de nuestra burocracia, sirven para llenar estadísticas y reportes anuales, sin importar realmente el que funcionen o no, ni el que tengan sentido. Se trata de campañas al aire, que en el fondo no parecen querer llegar al origen real del problema para solucionarlo, sino que simplemente buscan justificar la imagen pública, el puesto del o los funcionarios o la forma en que se gasta el dinero de los contribuyentes. Es difícil pensar que la corrupción en México se terminará a base de grandes titulares, de larguísimas declaraciones y peroratas oficiales o de simpáticos letreros de ?no morderás?, si realmente estamos de acuerdo en que se trata de un problema tan serio y enraizado, de tan enormes dimensiones como aquéllas que distinguen a una pasión avasalladora y dominante.
La corrupción forma parte entonces de un formidable, cerrado y complejísimo círculo vicioso, que se inicia en el hogar y en el centro de la familia, alimentada a su vez por el ambiente social en que nos desarrollamos, pero que consecuentemente se convierte también en la alimentadora de dicho ambiente. La corrupción empieza en la familia, como se ha comentado en semanas anteriores, cuando en ella no se desarrollan ni practican esos límites del orden y la disciplina que pueden definir claramente los valores entre el bien y el mal, cuando la opacidad y la ceguera superan a la claridad, de modo que predomina la oscuridad y la neblina. Cuando los padres conscientes o no de ello, castigan o reprochan las buenas acciones de sus hijos o las pasan por alto sin valorarlas, pero sin embargo, admiran, premian y hasta apoyan las que son conductas negativas o incluso delictivas. Es en el hogar donde nace y se aprende por primera vez el soborno, el chantaje y la impunidad como mecanismos de relación para con los hijos o mismo entre los hermanos, fomentados por los padres. Es así como se puede buscar el comprarlos por medio de esas primeras pequeñas, y aparentemente inocentes ?mordidas?, en forma de sonrisas, regalos o promesas seductoras con las que se trata de encubrir y disfrazar los engaños, las mentiras, los pleitos y conflictos maritales, los pequeños fraudes, las abiertas o veladas preferencias entre ellos, los errores, los problemas en general y las grandes o pequeñas crisis. En tantas de estas ocasiones se busca sobreproteger a los hijos para así conquistarlos y apaciguar entonces la culpa de los adultos, pero no necesariamente para aconsejar, orientar o corregir las conductas de los niños o de los adolescentes. (Continuará).