El consumo de alcohol es un problema de salud pública que trae importantes repercusiones en la seguridad de las ciudades y comunidades rurales y la economía de las familias y del país. Como tal, debe analizarse y discutirse. Para sustentar lo anterior, valen algunos datos.
De acuerdo a cifras del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente, en México, el 23 por ciento de las defunciones por accidentes de tráfico se produce por conductores intoxicados con etílicos. Éstos motivan una tercera parte de los casos de suicidio e influyen en el 22.6 por ciento de los homicidios. Además, en muchas colonias y ejidos, constituyen un factor importante en la violencia intrafamiliar y pleitos en lugares públicos.
Por si fuera poco, el abuso prolongado del alcohol provoca cirrosis, hepatitis, úlceras, pérdida de memoria, anemia, coagulación defectuosa, deterioro de la función sexual, malnutrición, cáncer, depresión y hasta daño cerebral.
La mayoría de las veces, el tema es abordado por las autoridades municipales, estatales y federales desde el punto de vista policiaco y mercantil exclusivamente. Las ganancias que deja la venta de vinos, licores y cerveza, las violaciones a los horarios y reglamentos y las conductas antisociales derivadas del abuso en el consumo, suelen ser los rostros más visibles del problema.
Las reacciones al impacto negativo del abuso en la ingesta de etílicos tienden a “satanizarlos” y las soluciones propuestas en consecuencia (tales como vigilar, sancionar y/o prohibir) poco contribuyen a resolver el problema de fondo.
Pero el abordaje del mismo debe ir más allá de lo superficial y aparente. Resulta estrictamente necesario considerar en el análisis cuestiones fundamentales como la educativa, la sociológica, la psicológica y la moral, así como también es menester incluir en la discusión a todos los sectores de la sociedad, ya que todos, de alguna u otra manera, se ven afectados.
