La voz de los meteorólogos y ambientalistas coincide: los desastres naturales cada vez son más frecuentes y de mayores consecuencias en todo el mundo.
En el último año, han sucedido en el planeta al menos seis catástrofes de inmensas proporciones: el tsunami en el sureste asiático de diciembre de 2004; el huracán Katrina en Estados Unidos, los tifones Talim en China y Nabi en Japón, casi simultáneos en la última semana de agosto y la primera de septiembre de 2005; el huracán Stan en el sureste mexicano, recién iniciado el mes de octubre, y el terremoto en Pakistán, hace apenas unos días.
Los cifras totales resultan impactantes: cientos de miles de muertos y lesionados, millones de damnificados y miles de millones de dólares en pérdidas materiales. Todo en un solo año.
A los ojos de la mayor parte de los especialistas, estos trágicos hechos dejan al descubierto realidades alarmantes: por una parte, la contaminación ambiental ha producido el calentamiento global, el cual estaría incidiendo en el incremento de la potencia y la frecuencia de los fenómenos naturales; por la otra, la falta de preparación de las naciones y sus gobiernos para enfrentar contingencias de este tipo y disminuir las funestas consecuencias.
Resulta urgente, pues, que las sociedades en su conjunto y los gobiernos de los países recapaciten sobre la necesidad de generar un modelo de vida más acorde con la naturaleza y menos agresivo para el medio ambiente, y la importancia de mejorar los sistemas de alerta y seguridad de la población para hacerla menos vulnerable a este tipo de catástrofes, las cuales, como se ha visto, no diferencian entre países pobres y países ricos.
