En esta semana, la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión definirá si procede o no el desafuero contra el jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador.
El futuro político del tabasqueño está en juego, ya que, en caso de perder el fuero y ser sometido a un proceso penal por abuso de autoridad, fincado en el desacato a un fallo de un juez que le ordenó detener la construcción de una vialidad, podría quedar fuera de la contienda por alcanzar la Presidencia de la República en las elecciones del próximo año.
Más allá de los términos estrictamente legales y de la irregularidad imputada a López Obrador, es evidente que el asunto posee un marcado fondo político en donde los partidos y el Gobierno, en virtud de sus expectativas rumbo a 2006 juegan un papel, ya sea a favor o en contra del desafuero.
El discurso de la administración foxista es que “nadie puede estar por encima de la Ley” y que debe castigarse a quien haya incurrido en una falta. Muchos legisladores piensan lo mismo. Otros, junto con los defensores del jefe capitalino, creen que, simplemente, se trata de una artimaña legaloide utilizada para sacarlo del juego electoral, en el cual, según varias encuestas, él lleva delantera.
Tanto los impulsores del desafuero como los opositores han dejado ver que harán todo lo posible para lograr sus objetivos, incluso, los segundos han considerado llevar a cabo protestas y manifestaciones por todo el país.
Independientemente de quién tenga la razón, esta singular situación pone a prueba a la llamada naciente democracia mexicana, en donde, diga lo que se diga y a pesar de los supuestos avances, lo electoral sigue siendo el factor más importante para los que conforman la cabeza del Estado, quienes, por mucho, no han logrado ponerse a la altura de los grandes problemas nacionales.
Vienen días difíciles en el plano político. La población, acostumbrada, observará pasiva el patético espectáculo y lanzará su cada vez más desesperanzado cuestionamiento: ¿hasta cuándo?