El discurso norteamericano hacia el exterior no puede resultar más paradójico.
El Gobierno de los Estados Unidos de América alerta a sus ciudadanos sobre la inseguridad que se vive en México cuando aquel país presenta la tasa más alta de muertes por arma de fuego de los países desarrollados (alrededor del seis por cada cien mil habitantes).
La política exterior de la vecina nación cuestiona las estrategias de combate al narcotráfico en los países latinoamericanos cuando su población es la primera consumidora de drogas en el mundo.
El Gobierno estadounidense se erige como el salvaguarda de la paz a nivel mundial cuando su Ejército ha intervenido en la mayor parte de las guerras más importantes del último tercio del siglo XX y principios del XXI.
El Estado norteamericano censura la proliferación de armas de destrucción masiva en los países del Oriente Medio cuando tiene en su poder el arsenal más grande del orbe.
El actual presidente ha asumido el papel de defensor de la democracia en todo el planeta cuando él mismo fue electo por primera vez en los comicios más cuestionados en los últimos años.
George W. Bush celebra las elecciones en Irak y las califica como un ejercicio democrático cuando sus “marines” mantienen ocupado ese país desde hace más de un año.
Ante esta realidad cabe la pregunta ¿tiene el Gobierno de los Estados Unidos la calidad moral para criticar al mundo por sus errores y tratar de imponer su ejemplo en todos los rincones de la Tierra?
La respuesta resulta más que obvia.