La declaración que el presidente Fox dio ayer, en principio, parece contundente: “Durante años, las mafias del ‘narco’ acumularon mucho poder y ampliaron sus redes, debido a que este problema fue menospreciado y solapado por los regímenes anteriores”. Pero, en realidad, poco aporta a la añeja y creciente sospecha de la gran mayoría de la población del país.
A estas alturas, es imposible imaginar que el narcotráfico haya logrado crecer sin la complicidad de las autoridades, anteriores y actuales. Los recientes escándalos de la prisión de “máxima seguridad” de La Palma y del coordinador de la agenda del primer mandatario, así lo confirman.
Más allá de la anécdota de estos repetidos hechos, debe haber una reflexión más profunda por parte de quienes se encuentran a la cabeza del Estado mexicano.
El fenómeno del “narco” ha penetrado todas las estructuras de la sociedad nacional. Familias, asociaciones, grupos religiosos, gobiernos, partidos políticos, todos se han enfrentado a la realidad de que al menos uno de sus miembros esté involucrado con este tipo de delincuencia organizada.
Ante esta situación, el combate anunciado por el Ejecutivo Federal debe ir más allá de la detención y encarcelamiento de los capos de los cárteles y sus secuaces y de la “limpieza” de las dependencias gubernamentales.
Los eslabones de las cadenas armadas por la mafia tienden a ser sustituibles y mientras se aprehende a unos, otros surgen como piezas de repuesto de esa maquinaria criminal.
Debido a lo anterior, es necesario que los gobiernos amplíen su visión y se den cuenta que los vacíos de poder que deja el Estado, tarde o temprano son llenados de alguna manera. Por eso, resulta urgente no sólo vigilar y castigar a quienes incurren en los delitos relacionados con el “narco”, sino también prevenir y blindar a los sectores sociales para que creen sus propios mecanismos de defensa.
Pero para esto se requieren políticas públicas que mejoren la calidad de vida y las alternativas de desempeñar una labor digna, que fortalezcan la educación, los principios morales, las instituciones y la confianza de los ciudadanos en las mismas. De no ser así, la realidad de México podría volverse cada vez más semejante a la de países como Colombia.