Qué bajo debe ser el quehacer político y el nivel del reclamo ciudadano, en un país en donde los grandes debates tienen que ver con lo nimio: la ropa de la llamada pareja presidencial (que si hay abusos o que si las faldas se compran con el dinero del marido) o que si un periódico publica tales o cuales cartas de sus lectores. Qué mal deben andar las cosas en ese país, en donde los asuntos sustanciales terminan invariablemente etiquetados -y por lo tanto reducidos- a simples ataques de corte político-partidista o a las “agendas secretas” de tales o cuales grupos. Ese es el país de los complots y el sospechosismo.
Qué triste debe ser el vivir en un país, en donde se juega alegremente con el problema del desempleo y la realidad es sepultada por un alud de cifras e interpretaciones. Son los juegos malabares de los que gobiernan en el imperio de la simulación. Más triste aún les debe resultar a los ciudadanos de ese país, el constatar día a día, que los niveles de inseguridad crecen, que los robos, asaltos, homicidios, narcoejecuciones y secuestros, en todas sus variantes, son tema de preocupación de muchos, pero que ocupa a muy pocos; ciertamente no a los que debería.
Qué lamentable que en estos, los albores del tercer milenio, la imagen y la mercadotecnia se impongan sobre las propuestas, trayectorias e ideas. Qué lamentable que las elecciones se ganen con dinero y que los viejos métodos para “orientar” a los ciudadanos el día en que acuden a las urnas, sigan dando resultados.
Lo más grave es que ese país es México y que no exista ninguna receta mágica para cambiar el actual orden de las cosas. Todo, como siempre, recae en los ciudadanos, ya que hoy, como ayer y muy probablemente mañana, se aplica con rigor la vieja máxima, de que los pueblos –por acción u omisión- tienen los gobiernos que se merecen.
