Hace sesenta años el mundo estaba de cabeza, pero por fortuna se cerraba una etapa de violencia, muerte y destrucción y se abría otra llena de esperanza. ¿Qué ha pasado desde entonces?
Primero habría que decir que se inscribió en la memoria colectiva una gran lección histórica de carácter moral y de respeto al ser humano, con la derrota de una dictadura demencial, como suelen ser todas, pero en este caso con todas las agravantes, sobre todo la del genocidio. Fue una guerra en la que se sacrificaron cincuenta millones de vidas, y que tan sólo en lo que se refiere a los judíos aniquiló a seis millones, en lo que constituye un crimen espantoso, imperdonable, bestial.
Finalmente, con la caída de la Alemania nazi y el suicidio de Hitler quedó sepultada esa diabólica y deshumanizada intentona que sólo la locura pudo elucubrar: el reinado de un hombre y una raza sobre todos los demás. Quedó claro que la humanidad no admitiría ni una más de esas aventuras, y venturosamente se solidarizó con el dolor, el luto y la indignación del gran pueblo judío, que tantas y maravillosas aportaciones ha hecho a la civilización, a la cultura, a la ciencia.
Sin embargo, aun cuando celebramos y bendecimos la desaparición del nazismo de aquella época, desde entonces hasta nuestros días han sobrevenido hechos trágicos y funestos. Por ejemplo, las terribles dictaduras que han asolado al mundo, lo mismo en América Latina que en Europa, Asía y África; asimismo, guerras sangrientas como la de Corea o Vietnam que, aunque en menor escala que la Segunda Guerra Mundial, también dejaron una secuela de muerte y desolación, propiciadas ya no por el delirio de la superioridad étnica, sin por la inagotable voracidad de un imperialismo igualmente demencial.
Sin duda, a partir de la segunda mitad del siglo XX hemos atestiguado grandes victorias y avances en términos de la consolidación de los sistemas democráticos, las libertades individuales y colectivas, y los derechos humanos. Pero no pueden hacerse a un lado las tristes realidades que laceran a la humanidad como la pobreza, la desigualdad, la injusticia, el desempleo y las enfermedades emergentes, que se han acentuado a partir de la globalización del neoliberalismo, allá por el decenio de 1980.
Además, de manera muy preocupante, ha surgido el terrorismo, que en nuestros días ha cobrado miles de vidas, además de que mantiene su amenaza latente y a momentos hasta parece multiplicarse. Junto a este gran problema debe mencionarse otro: el infierno de las drogas y el poder cada vez mayor que acumulan los mal llamados “zares” del narcotráfico. Es evidente que la mayoría de los países está tratando de conjuntar fuerzas para combatir estos problemas, como antaño hizo contra el nazismo.
Son ya sesenta años los que han transcurrido desde el triunfo de los aliados en Europa. Mucho nos alienta que se conmemore esa victoria de la humanidad y que, como lo atestiguamos, propicie la confluencia de líderes de las grandes potencias del orbe, en un pacto simbólico de que al menos nunca más ocurra otro Holocausto mediante la organización de sus fuerzas, voluntades y recursos para enfrentar las nuevas maldades de nuestros días, incluyendo brotes neonazistas.
En México, como en casi todas las naciones, se rememoró este aniversario. Aquí se escenificó la “marcha de la muerte”, donde se impuso la luz de seis velas que representaban a cada millón de judíos asesinados; pero especialmente fueron conmovedoras las palabras de Max Daniel, sobreviviente de los campos de concentración nazi: “lo sucedido durante la guerra mundial debe servir de ejemplo para nunca jamás engendrar odios contra la humanidad por el simple hecho de pertenecer a una raza”.
Vivan por siempre, como se dijo en 1789, la paz, las libertades, la fraternidad y la igualdad entre los seres humanos y sus pueblos.
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