Los engranes de la economía y la tecnología no embonan con los de la política. Rechinan al calor de su desfasamiento. Faltan piezas -ideas y fórmulas- para restablecer la armonía en el engranaje de la convivencia y, así, sin un modelo capaz de integrar y ordenar la nueva realidad, cruje la maquinaria social que amenaza con su estallido. Las decisiones políticas y legislativas van muy detrás de los nuevos desarrollos financieros, tecnológicos y comerciales que, a la velocidad del vértigo, inundan los mercados.
Cuando llega la reacción política, la actuación resulta extemporánea u obsoleta y, quizá por ello, se comienza a hablar de la inutilidad de la política. Se desprestigia esa actividad porque estorba a la divisa de reducir al ciudadano a la condición de cliente o consumidor, sin reconocerle derechos y anhelos superiores y distintos a las ofertas y gangas del mercado. Vienen, luego, los sofismas. Que se regule el mercado a sí mismo. Que se deseche la idea del Estado benefactor. Que cada quien desarrolle sus capacidades sin dar las mismas oportunidades. Que a quien resista la dictadura del comercio, se le declare populista o globalifóbico, sin mencionar que la denominación proviene de un antipopulista o globalifílico.
Los primeros serán los rescoldos de un nacionalismo resistente al progreso; los segundos, los modernizadores-maquinistas de una locomotora que olvida los vagones del convoy y avanza a ritmo de marcha hacia un futuro que nomás no llega. En ese esquema, se cae en la tentación de comprender de nuevo a las sociedades como masas sujetas a litigio por parte de los poderosos. De los poderosos que ya no sólo son los políticos, sino también los grandes financieros, los grandes empresarios, los grandes poseedores de los medios de comunicación o los grandes obispos que operan como capellanes del comercio y el dinero.
El Estado pierde de más en más la fuerza que respaldaba su arbitraje. El uso exclusivo de la fuerza ya no es tal, abundan ejércitos privados que trabajan contra o para el crimen. La acuñación de la moneda la disputa el dinero plástico y electrónico...
El adelgazamiento del Estado está llegando al músculo. Así viejos y nuevos poderosos convocan a las sociedades a tomar las riendas no de su destino, sino a buscar créditos, financiamientos, tarjetas de descuento, puntos, algo que acredite su existencia a partir del consumo, diluyendo su condición ciudadana.
En esa lógica, antes que ciudadanos, los individuos son consumidores. Quien no tenga esa credencial, tiene otras opciones: inscribirse en los programas de ayuda social, abandonar su tierra y arrimarse a las goteras de la ciudad que más le guste, salir de la formalidad y ponerse el parche pirata, asumirse como paria o emigrar adonde quiera sobrevivir, si sobrevive. Es la Ley de la naturaleza comercial, la nueva naturaleza humana. Viene el absurdo. Cuando más se abren las fronteras a las mercancías, más se cierran a los seres humanos.
*** La inutilidad de la política colapsa, entonces, a la democracia. Los más sólidos y los más débiles regímenes democráticos comienzan a sufrir la ausencia de un modelo de desarrollo que reequilibre a los factores centrales de la actividad humana y favorezca la convivencia pacífica y civilizada. En un par de décadas, la humanidad pasó del sueño a la pesadilla. La caída del muro de Berlín no deja ver el nuevo horizonte. La aldea global, felizmente democrática, libre y justa, no encuentra espacio en el planeta. Cayó la cortina de hierro arrastrando infinidad de estatuas, pero no se construyó un nuevo edificio.
Desapareció un concepto del mundo, pero no apareció uno nuevo. Mijaíl Gorbachov sabía lo que deshacía pero no lo que estaba haciendo. La Tercera Vía resultó un best seller pero no un clásico de la literatura. A la par, quizá como consecuencia, los grandes estadistas dejaron su reino a los pequeños políticos de temporada. El conflicto Este-Oeste revive en el conflicto Norte-Sur; la Guerra Fría, en la confrontación caliente; la solución pacífica de los conflictos, en el ataque defensivo.
Las civilizaciones chocan pero no sólo de una frontera a otra, sino también dentro de la misma frontera. El primero, el segundo, el tercero y hasta el cuarto mundo tienen espacio dentro de un mismo barrio o ciudad. Lamparones de riqueza, enormes manchas de pobreza. Grandes o pequeños eventos desencadenan inconformidades, motines o rebeldías sociales para las cuales no hay respuesta política ni económica sensata por parte de los poderosos.
Un acto terrorista cambia por completo el orden de las prioridades mundiales, tambalea a las instituciones diseñadas para evitar las guerras y genera una cultura de seguridad nacional que, en un tris, vulnera el edificio de derechos y libertades que llevó siglos construir. El atropello y la incomprensión de tradiciones, usos y costumbres por parte de la interpretación dogmática de la modernidad democrática, empata el derecho a la venganza con los actos de terror. En nombre de la Ley o en contra de ella, el rocío del amanecer es de sangre. Un acto represivo contra supuestos pandilleros incendia a ciudades enteras. Una falla eléctrica provoca un cortocircuito social. Esas escenas se repiten en lugares distintos.
El desfasamiento entre economía y política acarrea terribles problemas de desigualdad y de gobernabilidad. Asunto que rebasa a las instituciones de Gobierno. Viene, entonces, otra tentación. No explorar el futuro, sino incursionar en el pasado. Revalorar la tortura, aceptar los juicios secretos, las cárceles clandestinas, el secuestro de prisioneros. La sospecha se eleva a rango de filosofía para actuar con dureza y determinación. El fin de la historia parece el inicio de ella.
*** La nulidad o, al menos, la ineficacia de los instrumentos y los órganos de Gobierno revive viejos actos de desesperación. Algunos empresarios resuelven hacer la política. Gobernar lo asocian con la administración de un negocio. Otros se limitan a patrocinar a uno de los suyos, para administrar la hacienda.
Y algunos más piensan que con comprar a sus representantes, se mete el mundo en cintura. Del otro lado, del lado ya no del capital sino del trabajo, los hombres de izquierda explican claramente qué es a lo que se oponen, pero no atinan a decir qué es lo que proponen. Militan en la oposición sin proposición. De ese modo, en los albores del siglo XXI, la historia repone el más viejo litigio entre los hombres: la lucha de clases, a partir de esquemas francamente simples: ricos contra pobres, vendepatrias contra nacionalistas, modernizadores contra tradicionalistas, globalifílicos contra globalifóbicos, el mundo occidental contra el resto sin tener muy claro el resto. La sociedad juega el papel de rehén. Desde una trinchera o desde otra, se le acicatea no a reflexionar, no a imaginar y mucho menos a realizar otro mundo. Se le pide ubicarse de un lado o del otro de la línea de fuego que está por establecerse. El mundo camina a paso firme hacia una confrontación con esquemas imprevistos. Al menos, su polarización ya empezó. En estos días de tregua, habría que reflexionar sobre ese otro mundo que por lo pronto se aleja.