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Paideia/Día de la Familia

Gabriel Castillo

Pareciera que no basta con la gran cantidad de días que se festejan y conmemoran en este país. Ocupan un lugar relevante los días de la madre, del padre, de los abuelos, del niño y de la mujer todos ellos vinculados de alguna manera a la idea de la familia. No obstante, se nos viene anunciando que habrá de instituirse de manera formal y específicamente el primer domingo de marzo como Día de la Familia. ¿Tiene esto sentido? La verdad, yo no lo veo claro, fuera de las intenciones mercantilistas, pero nos da un pretexto para reflexionar sobre el tema.

En un momento difícil por el que atraviesa nuestra región, con noticias de fatales desenlaces de riñas entre jóvenes en los antros de moda, de suicidios de adolescentes, de incremento de la violencia contra mujeres y niños en los hogares laguneros, del abandono a su suerte de cada vez más adultos mayores. ¿Cómo no considerar importante el tema de la familia? Es fundamental abordarlo con un sentido crítico, pues no deja de haber cierta dosis de hipocresía al pretender dedicarle un día al año, cuando debiera existir una política oficial del Estado mexicano para atender la que se conoce como la célula básica de la sociedad que enfrenta una crisis de valores, afectando la integración precisamente de las familias y dando lugar a que se pierdan las tradicionales funciones que se le asignaban, entre las que se cuentan no sólo la procreación y el cuidado de los hijos, en general, sino de manera específica dar al individuo una identidad personal, confiriéndole status social, darle apoyo para sentirse vinculado a personas en las que pueda confiar plenamente, suministrarle afecto para ayudarle a garantizar una estabilidad emocional, que es necesaria para la plena realización de hombres y mujeres en un mundo complejo. Si en algún lugar los individuos pueden lograr la autoafirmación es la familia, para un adecuado desarrollo de la personalidad, de la seguridad interior, entre otras condiciones para entablar buenas relaciones con los semejantes y con el entorno.

Pero, la pregunta que estamos obligados a formularnos es ¿en la mayoría de las familias están dadas las condiciones para que se cumpla con las funciones señaladas? ¿Por qué hay problemas de identidad y de personalidad entre muchos de nuestros jóvenes? ¿Por qué hay tanta inestabilidad emocional e inseguridad en las personas que no puede negarse? Entre otras razones por los problemas que representan las limitaciones económicas, culturales y sociales que se han agudizado en los últimos años. ¿Qué pasa en una familia donde el padre o la madre que están a cargo no cuentan con un empleo y un ingreso económico seguro? ¿De qué manera sobrellevan su vida los jóvenes con aspiraciones, que con esfuerzos estudiaron una carrera y no encuentran trabajo? ¿O los que, peor aún, ni siquiera tuvieron la oportunidad de estudiar? Es difícil entonces hablar de estabilidad o seguridad cuando la crisis socioeconómica se hace patente en el seno de un gran número de familias. Y no quiero referirme con detalle a la pérdida de valores, que se refleja en graves abusos agresiones contra indefensos menores por parte de adultos en muchos hogares. Todo lo señalado justifica la implementación de políticas de verdadero apoyo a la familia, vía programas de fomento de empleos, educación de adultos, vivienda, cultura y recreación, entre otros, con una visión de Estado.

Por otra parte, sí quiero aludir a lo que se puede llamar pérdida de autoridad o de jerarquía moral de los adultos frente a los niños y jóvenes. Pareciera que se nos ha olvidado que los niños y jóvenes son lo que hacemos de ellos. Nos invade un relativismo moral, un malentendido igualitarismo que, a decir de algunos estudiosos del tema, “ha herido de muerte la autoridad de la familia y la escuela, representadas por los padres y los maestros”. En aras de un real o supuesto derecho a la libertad para los niños y jóvenes, la idea de la disciplina se ha convertido en un tabú y los padres no queremos vivir la incomodad de tener que decir no cuando sea necesario. Estoy convencido que un no a tiempo puede evitar problemas a futuro para los hijos. Con ello no planteo, de ninguna manera, regresar al esquema de familia con padres autoritarios, pero me parece que se ha caído en excesos en cuanto a permisividad. Este es un mal de nuestro tiempo y los padres tonemos que empezar por reconocerlo, combatiendo el “dejar hacer, dejar pasar”, que se ha instalado en las familias y en escuelas. Hoy se reconoce que si los padres saben lo que tienen que hacer con sus hijos, pero no tienen el valor para hacerlo, es un signo de decadencia de la sociedad, pues como dijera un columnista norteamericano “muéstrame un país de niños agresivos y os mostraré un país de padres pasivos” o permisivos diremos nosotros.

Quiero terminar señalando mi convencimiento de la importancia de recuperar las funciones esenciales de la familia, pese a las dificultades económicas, pues la familia debe seguir siendo un bastión de solidaridad entre seres unidos por lazos efectivos y de sangre. Por ello tiene razón un famoso político cuando dice que la familia mexicana ha sido un factor fundamental para evitar estallidos sociales en nuestro país, al no dejar de apoyarse entre sus miembros en momentos difíciles. Nos debe quedar claro también que la familia es “una magnífica escuela de educación permanente” y no se debe delegar totalmente a la escuela la delicada tarea de formar en valores a los niños y jóvenes, con ejemplos, además de educar los sentimientos y el carácter, tan deteriorados o descuidados en nuestro tiempo. La preocupación y atención de la familia, como puede verse, no es asunto de un día sino de todos los días.

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